jueves, 28 de septiembre de 2017

RENIEGOS

Ian Gibson, conocido hispanista de origen irlandés que reside desde hace años en España y nos conoce mejor que nosotros mismos, dijo el otro día en la radio que no hay reniegos como los españoles. Luego contó que se quedó perplejo la primera vez que oyó exclamar a alguien: «Me cago en la hostia de canto». «Por qué de canto», preguntó pasmado. «Pues porque así se ensucia por los dos lados», fue la respuesta que obtuvo.
            Yo creo que Gibson tiene más razón que un santo. Si pienso en mi infancia, no tengo más remedio que admitir que los españoles somos muy mal hablados y sin duda ganaríamos un campeonato mundial de reniegos. Mi abuelo paterno, un hombre que por otra parte iba a misa casi todas las semanas, soltaba unas blasfemias que me dejaban sin habla. En mi recuerdo, su favorita era: «Me cago en el gran copón», aunque mi hermano sostiene que lo que decía era: «Me cago en el copón bendito». En cualquier caso, parece que, de pequeña, yo andaba muy preocupada con este asunto y que un día la familia estalló en risotadas cuando yo pregunté: «Mamá, ¿y quién va a limpiar el gran copón?»
            Mi padre heredó de mi abuelo la tendencia al reniego. Cada vez que se irritaba, el santoral recibía nuevas y expresivas andanadas. San Cristóbal, antaño patrón de los camioneros y ahora de todos los conductores, era una de sus víctimas favoritas, ignoro por qué misteriosas razones. Pero el reniego que con mayor frecuencia decía cuando se enfadaba era: «Me cago en la leche». Tanto es así que, fatalmente, llegó el trágico día en que una de mis sobrinas, que aún  no tendría ni dos años pero que, para gran regocijo mío, ya hablaba casi sin errores la lengua castellana, empezó a soltarlo a todas horas, tan encantada con su adquisición lingüística como si se tratara de un juguete nuevo que hay que enseñar a todas las visitas. Cuando mi madre se dio cuenta, puso el grito en el cielo. Y, por supuesto, tomó rápidas e ingeniosas medidas, como un jefe de estado ante una emergencia: convenció a la niña, con un buen lavado de cerebro, de que había oído mal las palabras del abuelito, y que lo que éste en realidad decía era: «Me acabo la leche». Mi madre tuvo éxito con la niña, que aún estaba en la edad de la credulidad pero, durante una buena temporada, en mi familia nos pasamos la vida exclamando a menudo entre risitas y miraditas de complicidad: «¡Me acabo la leche!», lo que hacía que nuestros conocidos pensaran que estábamos mucho más chalados de lo que en realidad estamos.

Una amiga alemana, que como Gibson vive en España desde hace siglos, me contó que, cuando llegó al pueblecito de los Pirineos catalanes donde residió algún tiempo, le sorprendió la forma de saludarse de la gente. «¡Hijo de puta!», le dijo un hombre a otro al encontrarse en el bar. Mi amiga se apartó de ellos inmediatamente, porque, según contó, en Alemania, cuando alguien dice algo así, le parten la cara, de modo que ella pensó que aquello era el principio de una pelea en la que volarían los vasos, las sillas y las bofetadas. Sin embargo, para su gran sorpresa, los dos hombres se dieron un abrazo y se pusieron a charlar tan tranquilos. Mi amiga aún no sabía que, además de renegar, los españoles a veces insultamos como forma de de demostrar un profundo cariño.

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