jueves, 28 de septiembre de 2017

BENDITO GPS

Permítanme embarcarme en un recuerdo infantil. Mis padres no solían discutir delante de nosotros, sus tiernos retoños. Pero había una excepción. Cuando los domingos íbamos de excursión, nunca se ponían de acuerdo en la dirección que debíamos seguir para alcanzar nuestro destino y entonces empezaba indefectiblemente la gran discusión conyugal. Así, por ejemplo, al llegar a determinado cruce, si mi madre decía que había que tomar a la izquierda, mi padre decía que ni hablar y giraba a la derecha o seguía recto y a mi madre le daba muchísima rabia. Y, cuando nos perdíamos, cosa que sucedía con perversa frecuencia, empezaba el festival de amargos reproches. «¿Ves?, ya te lo he dicho; ¿por qué nunca me haces caso? Por tu culpa siempre nos perdemos y venga a dar vueltas como tontos». La fase de mutuos reproches no duraba mucho, pero lo que venía después era casi peor porque entonces viajábamos en medio de un malhumorado silencio que estropeaba buena parte del placer de la excursión dominical. Y, además, en aquel estado de ánimo mis padres nos pegaban la bronca por cualquier cosa. De modo que, cuando llegábamos, los únicos hartos no eran mis padres, sino también nosotros. Después de dar vueltas y más vueltas, perdidos y con las eternas discusiones acerca de si había que ir a la derecha o a la izquierda, con mi madre que siempre quería preguntar la dirección a algún transeúnte y mi padre que se negaba a preguntar, nunca he entendido por qué, y los largos silencios hostiles, los niños llegábamos fatigados, sedientos, hambrientos y con unas ganas horribles de hacer pipí de una vez.
            Supongo que fue entonces cuando me juré a mí misma que jamás discutiría con el hombre de mis sueños por tonterías de ese tipo. En la vida no siempre es fácil saber lo que uno quiere. En cambio, casi todo el mundo tiene muy claro qué es lo que no quiere. Sin embargo, me avergüenza confesar que no cumplí mi promesa. A mi marido y a mí nos encanta viajar, pero llegar en coche a una ciudad desconocida  siempre ha sido un momento de gran peligro y tensión, capaz de poner a prueba el amor más incondicional y al enamorado más apacible y paciente. «Por aquí». «No, por allá». «Pero, ¿qué dices?, ¿no ves que es por allí?». «¡Pero si acabo de ver un cartel que dice que es por allá!» «¡Pues habérmelo dicho antes, caramba!». Entre la discusión y el estrés del tráfico, siempre conseguíamos llegar al hotel medio peleados y enfurruñados y casi arrepentidos de haber dejado el hogar, dulce hogar. Y tardábamos un buen rato en volver a disfrutar del placer del viaje.
            Pero eso fue hasta la invención del GPS, que son las siglas con las que se conoce el sistema de posicionamiento global inventado para el Departamento de Defensa de los Estados Unidos por Getting y Parkinson, dos científicos que destacaron durante la guerra fría y a quienes todas las parejas deberíamos hacerles un monumento en señal de eterno agradecimiento, pues pocos seres humanos hay en este valle de lágrimas y amargas discusiones que hayan hecho tanto por la paz conyugal y la felicidad de los viajeros. No sólo ya no nos perdemos, en auto o a pie, ni discutimos por la dirección correcta, ni llegamos enfadados a nuestro destino sino que, guiados por la voz suavemente autoritaria del GPS, que tiene algo de niñera de adultos, ya no tenemos que estropearnos la poca vista que nos queda buscando calles y carreteras en los mapas, con lupa y a la luz de las farolas o de los faros del coche.      


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