Permítanme embarcarme en un recuerdo infantil. Mis padres no solían
discutir delante de nosotros, sus tiernos retoños. Pero había una excepción.
Cuando los domingos íbamos de excursión, nunca se ponían de acuerdo en la
dirección que debíamos seguir para alcanzar nuestro destino y entonces empezaba
indefectiblemente la gran discusión conyugal. Así, por ejemplo, al llegar a
determinado cruce, si mi madre decía que había que tomar a la izquierda, mi
padre decía que ni hablar y giraba a la derecha o seguía recto y a mi madre le
daba muchísima rabia. Y, cuando nos perdíamos, cosa que sucedía con perversa
frecuencia, empezaba el festival de amargos reproches. «¿Ves?, ya te lo he
dicho; ¿por qué nunca me haces caso? Por tu culpa siempre nos perdemos y venga
a dar vueltas como tontos». La fase de mutuos reproches no duraba mucho, pero
lo que venía después era casi peor porque entonces viajábamos en medio de un
malhumorado silencio que estropeaba buena parte del placer de la excursión
dominical. Y, además, en aquel estado de ánimo mis padres nos pegaban la bronca
por cualquier cosa. De modo que, cuando llegábamos, los únicos hartos no eran
mis padres, sino también nosotros. Después de dar vueltas y más vueltas, perdidos
y con las eternas discusiones acerca de si había que ir a la derecha o a la
izquierda, con mi madre que siempre quería preguntar la dirección a algún
transeúnte y mi padre que se negaba a preguntar, nunca he entendido por qué, y
los largos silencios hostiles, los niños llegábamos fatigados, sedientos,
hambrientos y con unas ganas horribles de hacer pipí de una vez.
Supongo que fue
entonces cuando me juré a mí misma que jamás discutiría con el hombre de mis
sueños por tonterías de ese tipo. En la vida no siempre es fácil saber lo que
uno quiere. En cambio, casi todo el mundo tiene muy claro qué es lo que no
quiere. Sin embargo, me avergüenza confesar que no cumplí mi promesa. A mi
marido y a mí nos encanta viajar, pero llegar en coche a una ciudad
desconocida siempre ha sido un momento
de gran peligro y tensión, capaz de poner a prueba el amor más incondicional y
al enamorado más apacible y paciente. «Por aquí». «No, por allá». «Pero, ¿qué
dices?, ¿no ves que es por allí?». «¡Pero si acabo de ver un cartel que dice
que es por allá!» «¡Pues habérmelo dicho antes, caramba!». Entre la discusión y
el estrés del tráfico, siempre conseguíamos llegar al hotel medio peleados y
enfurruñados y casi arrepentidos de haber dejado el hogar, dulce hogar. Y
tardábamos un buen rato en volver a disfrutar del placer del viaje.
Pero eso fue hasta la
invención del GPS, que son las siglas con las que se conoce el sistema de
posicionamiento global inventado para el Departamento de Defensa de los Estados
Unidos por Getting y Parkinson, dos científicos que destacaron durante la
guerra fría y a quienes todas las parejas deberíamos hacerles un monumento en
señal de eterno agradecimiento, pues pocos seres humanos hay en este valle de
lágrimas y amargas discusiones que hayan hecho tanto por la paz conyugal y la
felicidad de los viajeros. No sólo ya no nos perdemos, en auto o a pie, ni
discutimos por la dirección correcta, ni llegamos enfadados a nuestro destino
sino que, guiados por la voz suavemente autoritaria del GPS, que tiene algo de niñera
de adultos, ya no tenemos que estropearnos la poca vista que nos queda buscando
calles y carreteras en los mapas, con lupa y a la luz de las farolas o de los
faros del coche.
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