domingo, 7 de junio de 2015

APLAUSOS

Hay gestos cotidianos que todos hemos repetido centenares de veces a lo largo de nuestras vidas y que, sin embargo, conservan cierto hálito de misterio. El aplauso, por ejemplo. ¿Quién sería y en qué situación se encontraría el primero que palmeó sus manos para manifestar su alegría? Todos sabemos que los griegos ya aplaudían para mostrar su aprobación a una obra de teatro y que el emperador Nerón había llegado a contratar a 5000 personas para que aplaudieran sus intervenciones públicas. Durante un tiempo, también en las iglesias cristianas la congregación agitaba sus ropas para aclamar los sermones y, en pleno siglo XX, los teatros aún contrataban personas que, repartidas estratégicamente por la sala, aplaudían para animar al resto del público a unirse a ellos. Pero, ¿aplaudían ya los mujeres y los niños de las cavernas para mostrar su regocijo cuando los hombres cachas de la tribu aparecían con algún animal recién cazado que aseguraba la subsistencia durante unos cuantos días? ¿O bien tan sólo empezaron a aplaudir después de probar el primer bocado del nutritivo y suculento plato que la abuelita cocinaba con la pieza cazada? A mí me gusta imaginar que quizá el primer aplauso, y la primera ovación, surgió cuando algunos de los cazadores, el más dotado para la palabra o el más histriónico, se animó a relatar después de la cena, en la sobremesa, la emocionante cacería y cautivó a sus oyentes, que prorrumpieron en un aplauso clamoroso.
         Sea como fuere, no hay más que ver a los bebés y los chimpancés dando alegres palmadas con absoluta espontaneidad para darse cuenta de que el aplauso es una de nuestras costumbres más primitivas y antiguas. Pero si aplaudir es una necesidad fundamental de ciertos animales, el afán de que lo aplaudan a uno puede convertirse en un deseo obsesivo que impulsa a algunos a cometer las mayores audacias y las mayores locuras. ¿Qué no habrá hecho la humanidad para conseguir un poco de aplauso? Yo sospecho, en realidad, que las más excelsas de nuestras creaciones y nuestros más importantes descubrimientos tenían por objetivo último y a menudo inconfesable, por obvio e infantil, escuchar ese ruido que quizá sea la música más embriagadora de cuantas produce el universo. Ya lo decía Jaime Gil de Biedma en su magistral poema No volveré a ser joven: “Como todos los jóvenes/ yo vine a llevarme la vida por delante/ Dejar huella quería/ y marcharme entre aplausos”.
         En ese sentido, los políticos, los músicos, los actores y algunos pilotos de aviación nos llevan la ventaja al resto de los mortales, pues ellos son los únicos a quienes se aplaude al término de su actuación. Los demás tenemos que contentarnos con aplausos metafóricos. Claro que en España subsiste la costumbre de hacer regalos a ciertos profesionales. Los médicos, por ejemplo, reciben por Navidad montones de regalos, entre los cuales destaca el jamón, que es una versión quizá más materialista y sabrosa del aplauso, pero que a diferencia de éste, no sólo engorda el ego y la vanidad, sino también el cuerpo mortal, que luego debe flagelarse con crueles dietas para recuperar la cintura.
         Consolémonos pensando que quienes disfrutan a menudo la embriaguez del aplauso también corren el peligro de sufrir el abucheo, los silbidos de rechifla y el lanzamiento vejatorio de objetos diversos, desde tomates a huevos pasando por los diferentes tipos de hortalizas y frutas, sin olvidar el pastel de nata o de merengue o, más recientemente, el lanzamiento de zapatos. Porque, como señala el dicho popular, siempre nos quedará el derecho al pataleo.


Mercedes Abad