domingo, 1 de marzo de 2015

ORIGINALIDAD

Yo siempre me he considerado una persona única, capaz de producir ideas maravillosamente originales. Pero sospecho que no soy la única. Seguro que también usted, querido lector, se tiene a sí mismo por alguien único y original. Es más: estoy convencida de que el 99,9% de los seres que hemos pisado este planeta a lo largo de la historia de la humanidad creemos (aunque en público lo neguemos) que somos únicos y originales.
            Por eso, cuando dos mujeres que se cruzan casualmente por la calle o, peor aún, en la alfombra roja de los Oscar de Hollywood, descubren que llevan el mismo vestido, aunque ambas tengan un gran sentido del humor, lo más probable es que a las dos les fastidie la coincidencia. Seguro que disimulan el fastidio con una sonrisa de circunstancias, sobre todo si son actrices, pero la primera reacción, la auténtica, sin duda será de disgusto. Lo mismo sucedería con dos caballeros que en el gimnasio descubrieran que llevan el mismo tatuaje en el mismo lugar. Uno pretende ofrecer al mundo una imagen singular y resulta que no es ni mucho menos el único, qué disgusto.
            Así las cosas, a nadie debe sorprender mucho lo que a continuación contaré.
A veces es muy difícil poner título a un libro, y más aún si es un libro de cuentos, porque entre los títulos individuales de los cuentos no siempre hay uno que sea lo bastante representativo de todo el volumen y lo bastante «sonoro» y atractivo como para emplearlo para el libro entero. Según mi experiencia, o bien el título del libro está claro desde el principio, o bien cuesta un montón de noches de insomnio, y no pocas discusiones con el editor, encontrar un buen título. Pero ya desde antes de empezar a escribir mi último libro, cuando aún no sabía si serían cuentos o una novela, tenía clarísimo el título: La niña gorda. En realidad, era lo único que tenía muy claro. Tan claro lo tenía que ni siquiera lo mantuve en secreto. No sólo me parecía un título único y original, sino perfecto para mi libro, que no podía haberse titulado de ninguna otra manera. Ni siquiera me preocupaba que alguien pudiera plagiármelo porque me parecía que el único libro capaz de responder a las expectativas sugeridas por el título era, por supuesto, el mío.
            Tan íntimamente convencida estaba de la originalidad de mi título que en ningún momento se me ocurrió buscarlo por Internet, por si acaso alguien lo hubiera utilizado antes. Tampoco a mi  representante ni a mi editor se les ocurrió hacerlo. Imaginen mi sorpresa cuando, hace unas semanas, descubrí por casualidad, como se hacen la mayor parte de los descubrimientos, que Santiago Rusiñol, un pintor y escritor nacido como yo en Barcelona y muy conocido en Cataluña, había escrito una novela titulada La niña gorda… ¡en 1914! Nada más ni nada menos que cien años antes de la publicación de mi libro. Me quedé petrificada, con la sangre helada en las venas. Y aún ahora no puedo dejar de preguntarme: si un título como ese, que tan indiscutiblemente mío me parecía, se lo he copiado a otro sin saberlo, ¿cuántas de nuestras ideas supuestamente originales son nuestras de verdad? ¿Hacemos algo más que quitar el polvo de ideas producidas por otros hace mucho tiempo y presentarlas, ilusos de nosotros, como si fueran recién nacidas, y nosotros sus orgullosos papás?
            Por suerte los herederos de Santiago Rusiñol, o bien no se han enterado de mi plagio involuntario, o bien no han querido denunciarme. ¿O es que acaso Santiago Rusiñol tenía dotes de vidente y fue él quien, mirando en su bola de cristal, vio que justo cien años después una mujer publicaría un libro titulado La niña gorda y fue él quien me robó el título a mí? Quédense ustedes con la opción que más les guste, pero yo, que detestaría tener al fantasma de Rusiñol enfadado conmigo y haciéndome Poltergeist, me voy ahora mismo a poner flores en su tumba. Aunque sólo sea por la lección que me ha dado sobre mi originalidad.


Mercedes Abad  

1 comentario:

  1. Usted señora, que tiene las posaderas peladas, no debería quitarle el sueño. Imagínese a mí, un humilde trovador anónimo, entregar un manuscrito a una editorial con un título que ya había sido usado hasta dos veces. Ahora entiendo que fuera rechazado tan rápido.

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