jueves, 16 de julio de 2015

CUANDO NADIE NOS VE

No hay duda de que somos animales sociales. La especie humana, desde el hombre de las cavernas al ciudadano tecnológico de hoy en día, necesita a su amado prójimo para mil y una cosas, tanto para construir piedra a piedra una catedral gótica, una pirámide o un rascacielos como para relajarse después de la dura jornada laboral tomando una cervecita, jugando una partida de cartas, comentando las incidencias del día con los amigos o disfrutando de una estimulante sesión de gimnasia erótica en buena compañía.
         Contemplados en grupo, somos formidables: seres esencialmente comunicativos y llenos de ingenio y curiosidad que han inventado sistemas muy complejos y admirables para satisfacer una necesidad básica de contarse cosas: ahí están las lenguas, los libros, el teléfono móvil, la música y el arte, los periódicos, la radio, el cine, Internet, las redes sociales y la televisión. Y más cosas que me dejo para no fatigar a los lectores con un inventario interminable.
         Sin embargo, fatalmente llega el momento en que los otros desaparecen del escenario de nuestra vida cotidiana o nos escabullimos nosotros y, al quedarnos solos, nos quitamos las máscaras que hemos utilizado para seducir, convencer o dominar a nuestros semejantes. De regreso a su hogar, la mujer más seductora del mundo se quita el maquillaje, se aplica una mascarilla verde en la cara que la hace parecer un monstruo procedente de un remoto planeta, se coloca rulos en el pelo y, tras despojarse de sus voluptuosas ropas, se pone una bata y unas zapatillas y luego se echa en el sofá a ver cualquier tontería en la televisión. Viéndola así, cuesta creer que acapare las portadas de las mejores revistas y que le paguen auténticas fortunas por asistir a fiestas y por anunciar tal o cual producto. Es más: podría quitarle a alguien el hipo de un susto morrocotudo. Entretanto, un poderoso magnate regresa a su casa después de un agotador viaje en la primera clase de un avión intercontinental. Como la mujer más bella del mundo, está solo en su casa. Se prepara un relajante baño de burbujas y, una vez en el agua, hace por fin lo que lleva un buen rato deseando pero, rodeado de gente, no se ha atrevido a hacer: hurgarse la nariz. Lo hace con tal entrega y abandono, con tal seriedad y tan apasionada dedicación, que habría que ser un monstruo sin corazón y sin entrañas para no conmoverse al cazarlo en un gesto tan humano. Pero la bella y el magnate no son los únicos que están a solas y se han quitado sus amables y civilizadas máscaras de animales sociales. También el gastrónomo o el cocinero de élite, a solas en sus cocinas, se hacen un vulgar bocadillo de sardinas en lata o un par de huevos fritos que comen con ruidosa ansiedad, engullendo como jamás lo harían en presencia de sus congéneres. Para no ser menos que ellos, el ser más espiritual y delicado del mundo, que lee tumbado en la cama poemas de Rainer Maria Rilke o quizá algún sesudo ensayo de un filósofo, se tira un pedito y aspira el olor con la misma fruición que si fuera el nuevo perfume de algún diseñador. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, está solo y nadie se ve obligado a soportar su ventosidad.
Quizá sea ese el precio de vivir en sociedad. Llevar una máscara educada y respetable resulta cansado a muy corto plazo y de vez en cuando todos necesitamos batirnos en retirada y cortar nuestra relación con el resto del mundo. Ahí, metidos en nuestras trincheras, a solas con nosotros mismos y sin incómodos testigos, todos gozamos del sencillo placer de hacer ciertas cosas que jamás haríamos en presencia de nadie, desde eructar a rascarnos de forma inconveniente o mirarnos al espejo de frente y de perfil escondiendo la barriga. Y el que diga que no, no es más que un mentiroso.

Mercedes Abad 

domingo, 7 de junio de 2015

APLAUSOS

Hay gestos cotidianos que todos hemos repetido centenares de veces a lo largo de nuestras vidas y que, sin embargo, conservan cierto hálito de misterio. El aplauso, por ejemplo. ¿Quién sería y en qué situación se encontraría el primero que palmeó sus manos para manifestar su alegría? Todos sabemos que los griegos ya aplaudían para mostrar su aprobación a una obra de teatro y que el emperador Nerón había llegado a contratar a 5000 personas para que aplaudieran sus intervenciones públicas. Durante un tiempo, también en las iglesias cristianas la congregación agitaba sus ropas para aclamar los sermones y, en pleno siglo XX, los teatros aún contrataban personas que, repartidas estratégicamente por la sala, aplaudían para animar al resto del público a unirse a ellos. Pero, ¿aplaudían ya los mujeres y los niños de las cavernas para mostrar su regocijo cuando los hombres cachas de la tribu aparecían con algún animal recién cazado que aseguraba la subsistencia durante unos cuantos días? ¿O bien tan sólo empezaron a aplaudir después de probar el primer bocado del nutritivo y suculento plato que la abuelita cocinaba con la pieza cazada? A mí me gusta imaginar que quizá el primer aplauso, y la primera ovación, surgió cuando algunos de los cazadores, el más dotado para la palabra o el más histriónico, se animó a relatar después de la cena, en la sobremesa, la emocionante cacería y cautivó a sus oyentes, que prorrumpieron en un aplauso clamoroso.
         Sea como fuere, no hay más que ver a los bebés y los chimpancés dando alegres palmadas con absoluta espontaneidad para darse cuenta de que el aplauso es una de nuestras costumbres más primitivas y antiguas. Pero si aplaudir es una necesidad fundamental de ciertos animales, el afán de que lo aplaudan a uno puede convertirse en un deseo obsesivo que impulsa a algunos a cometer las mayores audacias y las mayores locuras. ¿Qué no habrá hecho la humanidad para conseguir un poco de aplauso? Yo sospecho, en realidad, que las más excelsas de nuestras creaciones y nuestros más importantes descubrimientos tenían por objetivo último y a menudo inconfesable, por obvio e infantil, escuchar ese ruido que quizá sea la música más embriagadora de cuantas produce el universo. Ya lo decía Jaime Gil de Biedma en su magistral poema No volveré a ser joven: “Como todos los jóvenes/ yo vine a llevarme la vida por delante/ Dejar huella quería/ y marcharme entre aplausos”.
         En ese sentido, los políticos, los músicos, los actores y algunos pilotos de aviación nos llevan la ventaja al resto de los mortales, pues ellos son los únicos a quienes se aplaude al término de su actuación. Los demás tenemos que contentarnos con aplausos metafóricos. Claro que en España subsiste la costumbre de hacer regalos a ciertos profesionales. Los médicos, por ejemplo, reciben por Navidad montones de regalos, entre los cuales destaca el jamón, que es una versión quizá más materialista y sabrosa del aplauso, pero que a diferencia de éste, no sólo engorda el ego y la vanidad, sino también el cuerpo mortal, que luego debe flagelarse con crueles dietas para recuperar la cintura.
         Consolémonos pensando que quienes disfrutan a menudo la embriaguez del aplauso también corren el peligro de sufrir el abucheo, los silbidos de rechifla y el lanzamiento vejatorio de objetos diversos, desde tomates a huevos pasando por los diferentes tipos de hortalizas y frutas, sin olvidar el pastel de nata o de merengue o, más recientemente, el lanzamiento de zapatos. Porque, como señala el dicho popular, siempre nos quedará el derecho al pataleo.


Mercedes Abad  

domingo, 1 de marzo de 2015

ORIGINALIDAD

Yo siempre me he considerado una persona única, capaz de producir ideas maravillosamente originales. Pero sospecho que no soy la única. Seguro que también usted, querido lector, se tiene a sí mismo por alguien único y original. Es más: estoy convencida de que el 99,9% de los seres que hemos pisado este planeta a lo largo de la historia de la humanidad creemos (aunque en público lo neguemos) que somos únicos y originales.
            Por eso, cuando dos mujeres que se cruzan casualmente por la calle o, peor aún, en la alfombra roja de los Oscar de Hollywood, descubren que llevan el mismo vestido, aunque ambas tengan un gran sentido del humor, lo más probable es que a las dos les fastidie la coincidencia. Seguro que disimulan el fastidio con una sonrisa de circunstancias, sobre todo si son actrices, pero la primera reacción, la auténtica, sin duda será de disgusto. Lo mismo sucedería con dos caballeros que en el gimnasio descubrieran que llevan el mismo tatuaje en el mismo lugar. Uno pretende ofrecer al mundo una imagen singular y resulta que no es ni mucho menos el único, qué disgusto.
            Así las cosas, a nadie debe sorprender mucho lo que a continuación contaré.
A veces es muy difícil poner título a un libro, y más aún si es un libro de cuentos, porque entre los títulos individuales de los cuentos no siempre hay uno que sea lo bastante representativo de todo el volumen y lo bastante «sonoro» y atractivo como para emplearlo para el libro entero. Según mi experiencia, o bien el título del libro está claro desde el principio, o bien cuesta un montón de noches de insomnio, y no pocas discusiones con el editor, encontrar un buen título. Pero ya desde antes de empezar a escribir mi último libro, cuando aún no sabía si serían cuentos o una novela, tenía clarísimo el título: La niña gorda. En realidad, era lo único que tenía muy claro. Tan claro lo tenía que ni siquiera lo mantuve en secreto. No sólo me parecía un título único y original, sino perfecto para mi libro, que no podía haberse titulado de ninguna otra manera. Ni siquiera me preocupaba que alguien pudiera plagiármelo porque me parecía que el único libro capaz de responder a las expectativas sugeridas por el título era, por supuesto, el mío.
            Tan íntimamente convencida estaba de la originalidad de mi título que en ningún momento se me ocurrió buscarlo por Internet, por si acaso alguien lo hubiera utilizado antes. Tampoco a mi  representante ni a mi editor se les ocurrió hacerlo. Imaginen mi sorpresa cuando, hace unas semanas, descubrí por casualidad, como se hacen la mayor parte de los descubrimientos, que Santiago Rusiñol, un pintor y escritor nacido como yo en Barcelona y muy conocido en Cataluña, había escrito una novela titulada La niña gorda… ¡en 1914! Nada más ni nada menos que cien años antes de la publicación de mi libro. Me quedé petrificada, con la sangre helada en las venas. Y aún ahora no puedo dejar de preguntarme: si un título como ese, que tan indiscutiblemente mío me parecía, se lo he copiado a otro sin saberlo, ¿cuántas de nuestras ideas supuestamente originales son nuestras de verdad? ¿Hacemos algo más que quitar el polvo de ideas producidas por otros hace mucho tiempo y presentarlas, ilusos de nosotros, como si fueran recién nacidas, y nosotros sus orgullosos papás?
            Por suerte los herederos de Santiago Rusiñol, o bien no se han enterado de mi plagio involuntario, o bien no han querido denunciarme. ¿O es que acaso Santiago Rusiñol tenía dotes de vidente y fue él quien, mirando en su bola de cristal, vio que justo cien años después una mujer publicaría un libro titulado La niña gorda y fue él quien me robó el título a mí? Quédense ustedes con la opción que más les guste, pero yo, que detestaría tener al fantasma de Rusiñol enfadado conmigo y haciéndome Poltergeist, me voy ahora mismo a poner flores en su tumba. Aunque sólo sea por la lección que me ha dado sobre mi originalidad.


Mercedes Abad