sábado, 8 de febrero de 2014

SILENCIO

El otro día, en el céntrico y ruidoso barrio donde vivo se produjo un silencio tan misterioso y anómalo que, en lugar de felicitarme por mi buena suerte y seguir leyendo, salí al balcón a ver si se había producido un holocausto nuclear y por casualidad yo era la única superviviente.
         Quizá algún lector pensará que exagero, pero no. Esa misma mañana, el club de amigos del tambor que tiene su domicilio dos puertas más allá de mi casa había estado ensayando, como casi todos los fines de semana, de modo que durante un par de horas yo no sólo no había podido leer, escribir o, sencillamente pensar, sino que incluso me resultaba difícil hablar por teléfono.
Pero aunque los amigos del tambor descansen, en mi barrio siempre hay ruidos para todos los gustos. Cuando los tambores callan, las bocinas de los coches atascados amenazan mi cordura y agitan mis instintos asesinos. A veces he acariciado muy seriamente la posibilidad de tirarles tomates o incluso algo más duro y letal a los coches, pero me disuade el hecho de tener la absoluta certeza de que en mi país la propiedad privada (y un coche es una propiedad privada) es mucho más importante que el derecho al silencio de los ciudadanos y que la ley antes protegería a un tipo con el coche abollado que a una ciudadana a punto de volverse loca por culpa de los conductores que tocan la bocina.
Pero cuando los tambores y los coches se callan tampoco significa necesariamente que vaya a producirse el deseado silencio, porque en mi barrio las calles son estrechas y lo normal es que uno oiga tres o cuatro músicas distintas compitiendo entre sí. Sin embargo, incluso en el supuesto de que esas músicas enmudecieran, quedarían las conversaciones a gritos que sin cesar tienen lugar bajo mis balcones.
Por eso, al oír el profundo silencio que había la otra tarde pensé que había llegado el fin del mundo. La verdad es que me sorprendió un poco que las Autoridades Divinas me hubieran considerado digna de sobrevivir al Juicio Final precisamente a mí. Y, en efecto, cuando salí al balcón, el panorama que me saludó era de lo más atípico. No sólo no había coches circulando por la calle, sino que, por no haber, ni siquiera se veía un alma por parte alguna. Como, encima, había hecho un día de sol espléndido y la temperatura en esos momentos debía de rondar los veinte grados, es decir, el tipo de clima que empuja a todo el mundo a salir a la calle, me dije que por fuerza tenía que haber gato encerrado. Y el silencio, cada vez más misterioso, no cesaba. Me pregunté dónde estarían los niños que suelen jugar a la pelota en la calle todas las tardes de domingo. ¿Se habían puesto de acuerdo para quedarse en casa haciendo los deberes?
Estaba preguntándome ya si no me había vuelto sorda por culpa de los frecuentes ensayos de los amigos del tambor cuando, después de un silencio palpable y lleno de tensión, la ciudad entera pareció estallar en un repentino clamor. Aunque no entendí lo que gritaban mis enloquecidos vecinos, en el acto comprendí que el Barça acababa de meter un gol. Por supuesto, eso lo explicaba todo. Ni yo estaba sorda, ni las Autoridades Divinas habían decidido que ya era hora de intervenir en este mundo loco ni el resto de la humanidad había decidido ponerse a leer un libro precisamente esa tarde. La explicación era incluso bastante sencilla: el Barça se jugaba el campeonato y toda la ciudad contenía el aliento frente al televisor, pues el fútbol es lo único capaz de enmudecer y hacer gritar al mismo tiempo a un millón de personas.

El griterío me dio un poco de envidia, la verdad. Porque, ese mismo día, yo había hecho una paella espléndida y también me habría merecido una buena ovación. Así que tomé una decisión, preparé mi grabadora y me quedé al acecho, junto al balcón, mientras la ciudad volvía a hundirse en un profundo silencio. Y, en efecto, cinco minutos después volvía a estallar un nuevo clamor, más fuerte si cabe que el primero. Era el segundo gol, por supuesto. Con rápidos reflejos, salí al balcón y grabé la ovación atronadora. Así, la próxima vez que haga algo bien, me recompensaré a mí misma con unos segundos de aplauso popular.