El verano y las vacaciones suelen ser ricos en
momentos inolvidables. Pasado el tiempo, esos momentos se convertirán en las
estrellas de Hollywood de nuestra memoria, pues también en nuestros recuerdos
existen clases sociales. Nuestro pasado está lleno de momentos pobres, cutres,
mezquinos, miserables o directamente espantosos, que tratamos de olvidar a toda
costa, y momentos magníficos, estelares, luminosos: momentos vestidos de Chanel
o de Yves Saint Laurent que pasean su encanto y su glamur por la alfombra roja
del Festival de la Memoria.
Todos
atesoramos esa clase de instantes mágicos y aunque es obvio que no todos
suceden en verano, pues por suerte la felicidad puede atacarte por sorpresa en
cualquier momento del año, las vacaciones parecen el momento más propicio del
año para cosecharlos. Ociosos y relajados, en lugar de quedarnos dormidos
frente a la televisión a las diez de la noche porque el trabajo nos ha dejado
agotados, nos paseamos a medianoche bajo un cielo estrellado contando estrellas
fugaces que parecen atravesar el firmamento sólo para nosotros. O vemos salir
del mar una luna roja como la sangre desde la azotea de un hotel en Estambul. O
nos bañamos a medianoche, completamente desnudos, en un mar liso como un espejo
y luego corremos chillando de felicidad por la arena como si tuviéramos cinco
años. O nos tomamos un cóctel mirando una puesta de sol como si fuera la
primera vez en nuestra vida que vemos una puesta de sol. O nos entregamos a una
lectura fascinante, suavemente mecidos por la oscilación de una hamaca. O
descubrimos un pequeño y encantador restaurante lejos del mundanal ruido,
hincado en lo alto de un acantilado o bajo la deliciosa sombra de una parra, y
allí, entre el paisaje y la compañía, el vino y la comida, alcanzamos niveles
casi insoportables de felicidad y nos preguntamos por qué diablos no ha de ser
siempre así nuestra vida.
A
esos momentos los llamo yo Terapia de Belleza. No importa que nos hayamos ido a
la otra punta del mundo y hayamos pagado una pequeña fortuna por encontrarnos
allí o estemos cerca de casa por falta de presupuesto y el momento inolvidable
nos salga bien de precio. En cualquier caso, esos momentos inolvidables siempre
dan la impresión de haber sido pensados y planteados estéticamente por un
director artístico dotado de un gran talento.
Claro
que las vacaciones no sólo abundan en momentos de absoluta perfección. También
son ricas en momentos grotescos y pequeños contratiempos. Nuestras maletas se
extravían, nuestro avión se retrasa, el tren se detiene sin motivo aparente, no
tenemos habitación en el hotel donde estábamos convencidos de haber hecho una
reserva, nos roban la cartera, la tarjeta de crédito se empeña en no funcionar,
nos extraviamos en la noche, se nos pincha una rueda o, por culpa del idioma,
no hay forma humana de entenderse con los nativos y los malentendidos se
multiplican como los conejos. Lo bueno de estas pequeñas tragicomedias es que
dan para animar unas cuantas sobremesas y hacer mearse de risa a nuestros amigos.
Los momentos de mágica felicidad nos cargan las pilas y recordarlos nos ayuda a
enfrentarnos a la rutina o a la adversidad, pero, en cambio, contarlos es
bastante aburrido y se acaba enseguida. Sin embargo, las escenas grotescas y
los desastres suelen resultar de lo más entretenidos cuando uno los recuerda.
Así
que ya saben: tienen por delante todo un verano para cosechar y coleccionar
momentos mágicos y escenas tragicómicas que harán las delicias de usted y sus
amigos cuando finalicen las vacaciones.
Mercedes Abad