En el mundo globalizado, los aeropuertos de los países ricos se parecen
tanto que dan la impresión de ser un mismo lugar. También los ciudadanos de los
países ricos somos cada vez más parecidos. Hace treinta años, era posible
distinguir a un francés, un alemán y un español por la ropa que vestían o los
coches que llevaban. Pero hoy en día, en el mercado global, todos consumimos
más o menos lo mismo y vestimos las mismas ropas de los mismos colores. Esa
uniformidad estropea bastante el placer de regresar al propio país después de
unas largas vacaciones en el otro extremo del mundo, pues aunque uno llegue al
aeropuerto de Barcelona, lo mismo podría estar llegando al aeropuerto de Munich
o al de Roma, de lo que no sería tan descabellado deducir que la palabra patria
en su sentido tradicional pronto podría ser considerada algo tan lejano y
exótico como los diplodocus.
Sin embargo, según he
podido comprobar en varias ocasiones, todavía persisten diferencias importantes
entre los súbditos de uno u otro país. ¿Sabe usted, por ejemplo, como se
distingue a un español en un vuelo transoceánico que se dispone a aterrizar en
Madrid o Barcelona? Pues que, de repente, mientras oye a la tripulación
anunciar por megafonía que ya sólo faltan unos minutos para que el avión tome
tierra en un aeropuerto de su país, al español, a diferencia de lo que sucede
con el francés, el alemán o el belga, no sólo se le ponen los ojos brillantes y
soñadores, sino que su cuerpo empieza a segregar jugos gástricos y a veces sus
tripas gritan de felicidad. ¿Qué en qué piensa el español cuyas tripas acaban
de despertar con sus ruidos al vecino de al lado? Bueno, según mi experiencia,
en los momentos previos al aterrizaje los españoles se dividen en cuatro
grupos. El primero y mayoritario lo compone la gente que está soñando en
zamparse un buen plato de jamón. El segundo agrupa a los que arden en deseos de
comerse una buena tortilla de patatas. El tercero lo forman los que están locos
por ponerse delante de una paella. ¿Y el cuarto? El cuarto, al que yo
pertenezco, es el de los indecisos que suspiran por comer jamón, tortilla de
patata y paella, pero aún no han decidido en qué orden se los comerán y están
muy entretenidos tratando de decidirlo.
Huelga decir que estos pensamientos, alegres y
absorbentes, permiten distinguir a los españoles del resto de los ciudadanos
que viajan en ese avión, pues a quienes se sienten muy cerca ya del jamón, la
tortilla o la paella no sólo les chispean los ojos de felicidad, sino que, pese
a las largas horas de agotador viaje atrapados en la estrechez de sus asientos,
de pronto parecen súbitamente animados y llenos de energía. Miren como sacan su
equipaje de los maleteros del avión con el alma ligera y silbando una alegre melodía y miren como recorren luego los pasillos del aeropuerto tirando de sus
maletas como si no pesaran ni un gramo. Vean como adelantan con el rostro
iluminado a los suizos, los alemanes y los italianos, cuyas maletas parecen
pesar mucho más, pues sus sentidos aún no se ven estimulados por la cercanía de
la raclette, el Apfelstrudel o los penne a la arrabiata.
A veces, después de algunos vuelos particularmente
largos, la nostalgia por el jamón, la tortilla o la paella (y el pan untado con
tomate, sal y aceite que se toma en Cataluña) no sólo decora los pensamientos
de los viajeros, sino que provoca encendidos y animadísimos debates en el
pasillo, cuando el avión ya ha aterrizado, pero aún no se han abierto las
puertas. Según he podido comprobar, en esos debates siempre gana el jamón, tal
vez porque, desde luego, juega con la ventaja, clarísima, de ser comida rápida,
mientras que tanto la paella como la tortilla implican un laborioso proceso de
elaboración.
Tras mucho reflexionar en tan grave materia he llegado
a la conclusión de que entre todas las hermandades posibles, una de las más
regocijantes es la del estómago. Y así como la estrofa acaso más famosa de la
poesía española dice: «Que es mi barco mi
tesoro/que es mi Dios la libertad/mi ley la fuerza y el viento/mi única patria:
la mar», me atrevo a modificar el último verso y a afirmar: Mi única
patria: el jamón.
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