No conozco a nadie que sea indiferente a las coincidencias. Tanto da que
uno sea un campeón del escepticismo y no crea ni en Dios ni en el destino o
que, por el contrario, sienta que las coincidencias son la demostración
palpable de que bajo el aparente desorden del mundo hay un orden secreto, una
trama coherente donde cada tontería que sucede aquí abajo está escrita de
antemano por un equipo de guionistas, todos ellos definitivamente chiflados y
adictos a la ironía.
Descubrir,
por ejemplo, que tal persona, con quien acabamos de iniciar una amistad, nació
el mismo día que nosotros en la misma clínica y que tal vez su primera caquita
y la nuestra fueron a parar al mismo cubo de la basura es un hecho que nos
llena de emoción y de asombro. Nos parece un fenómeno extraño, mágico, poético
y divertido. Como si esa coincidencia le otorgara a esa relación de amistad un
valor añadido y un tanto sobrenatural. Como si ese hecho casual y –admitámoslo-
relativamente trivial le diera más sentido a esa amistad recién nacida. Como si
fuera una bendición. Como si en el mercado de las amistades, una amistad entre
dos individuos que nacieron el mismo día en la misma clínica valiera más que
una amistad entre dos individuos que nacieron en dos lugares distintos en días
y años diferentes. Como si el auténtico milagro no fuera, precisamente, el surgimiento
del sentimiento amistoso entre personas distintas.
No es por aguarles la
fabulosa fiesta de las coincidencias, pero a veces pienso que no deja de ser
extraño que las casualidades sigan sorprendiéndonos, con tantas como se
producen sin cesar. No crean que no me gustan las casualidades, pero no puedo
por menos de percatarme de que no son una cosa rara. En realidad, lo raro es
que a lo largo de una semana no se produzcan dos o tres coincidencias de
primera calidad. La otra noche, sin ir más lejos, me vi obligada a compartir
mesa de la manera más inesperada con una docena de desconocidos. Para romper el
hielo, no se me ocurrió otra cosa que decir que, aunque aparentemente en esa
reunión nadie se conocía, seguro que entre la mayor parte de nosotros existía
alguna clase de vínculo. Para sostener mi conjetura, mencioné la película Seis grados de separación, que
ejemplifica la teoría según la cual sólo seis personas nos separan de cualquier
otra persona por lejos que viva. Es decir que, si alguien se propone llegar
hasta, pongamos por caso, la reina de Inglaterra, a través de un máximo de seis
personas comparables a los eslabones de una cadena conseguiríamos entrar en contacto
con ella. La gente se rió de mi ocurrencia, pero, en cuanto empecé a hablar con
la pareja que tenía más cercana, descubrimos que el marido era un estrecho
colaborador de un tío de mi marido. No seguimos buscando coincidencias con los
otros comensales, pero de haberlo hecho seguro que habríamos encontrado
montones de ellas. Cinco días después, cogí un tren para ir a hacerme una foto
que sustituyera la foto, un poco antigua ya, que acompaña cada mes mi artículo
en la revista que tienen ustedes en las manos. Para que el fotógrafo viera qué
tipo de foto quería yo, antes de salir de casa cogí un número atrasado de la
revista y, ya en el tren, me lo puse en el regazo, debajo del libro que iba
leyendo. ¿A qué no adivinan qué revista se sacó del bolso la chica que se sentó
enfrente de mí? ¡El especial Idioma del mes de septiembre! No podía dar crédito.
A lo largo de los casi diez años que llevo colaborando con Ecos jamás me había
encontrado con alguien que llevara la revista, lo que, tratándose de una revista
alemana, no tiene nada de extraño. Y, desde luego, encontrarme con una lectora
justo el día en que no sólo llevaba yo otro ejemplar de la revista, sino que
iba a hacerme la foto que en breve aparecería en esa revista me pareció una de
las coincidencias más bonitas y poéticas que me han sucedido en la vida. Sentí
que entre el mundo y yo, y entre esta revista y yo, había vínculos sutiles y
misteriosos. Y en todo el día nada ni nadie consiguió borrar la sonrisa de
felicidad que me brotó en los labios.
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