¿Quién no ha oído decir alguna vez a algún ciudadano desencantado que
todos los políticos son iguales? Yo no sólo he oído decir la frase, sino que también
me habré sumado unas cuantas veces a la larguísima lista de los individuos que
la han pronunciado, desde el neolítico hasta nuestros días. Es más, si pudiera
hacerse una lista de las frases que más veces se han dicho a lo largo de la
historia, no me cabe la menor duda de que “todos los políticos son iguales” se
encontraría entre las primeras de la lista, probablemente después de “te
quiero”, “esto es mío”, “el tiempo pasa volando”, “parece que hoy lloverá” y
“no pienso volver a comer con tu madre nunca más”, cada una de ellas en su
correspondiente versión en todas las lenguas planetarias.
Sin embargo, según he podido comprobar recientemente,
los políticos, por fortuna, no son todos iguales. Los españoles llevábamos ya
unos meses viviendo bajo el gobierno de Zapatero y sin ver la cara bigotuda y
crispada del anterior presidente cuando, de pronto, hace unos días, Aznar
reapareció en la televisión, pues había acudido a prestar declaración ante la
comisión que investiga los atentados del pasado 11 de marzo. Para que se hagan
una idea cabal de cuáles fueron mis sentimientos al volver a ver a este
individuo, diré que fue como ver una película de terror, tal vez El regreso de Drácula, El regreso del abominable hombre de las
nieves o, mejor aún, El monstruo
ataca de nuevo. No sólo volvió a desplegar ante mis horrorizados ojos la
misma arrogancia y la misma belicosidad intolerante de siempre, sino que daba
la impresión de haberse cocido en su propia bilis, de ignorar por completo el
significado de la palabra autocrítica y de no haber sonreído desde el cretácico
superior. Creo que ese día volvió a conseguir que a medio país le sentara fatal
la comida.
Después de esta experiencia
pavorosa, me juré a mí misma que jamás volvería a decir que los políticos son
iguales. Desde luego, los gobiernos de Aznar y Zapatero no podrían ser más
diferentes, y no sólo porque el apellido del uno empiece por la primera letra
del alfabeto mientras que el del otro empieza por la última, de lo que cabe
deducir que los separa todo un diccionario. Por lo pronto, cuando un ministro
de Zapatero comete un error (cosa que nos sucede a todos los humanos, excepto a
Aznar y a sus muchachos), el ministro en cuestión reconoce públicamente su
error y da explicaciones, un hito histórico nunca visto durante las dos
legislaturas del anterior presidente, cuya política ante los errores consistía
lisa y llanamente en negarlos. Además de negar sus errores con una obstinación
que daba ganas de echarse a llorar, se perfeccionaron hasta extremos casi
inverosímiles en el arte de insultar a todo aquel que se atreviera a decirles
que habían cometido un error, con lo que los ciudadanos estábamos siempre o
llorando o cabreadísimos. Encima, salíamos al extranjero absolutamente
avergonzados, como ahora les sucede a muchos de los norteamericanos que no
votaron a Bush y lamentan amargamente que haya vuelto a ganar.
Diciembre 2004
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