viernes, 20 de diciembre de 2013

De la A a la Z


¿Quién no ha oído decir alguna vez a algún ciudadano desencantado que todos los políticos son iguales? Yo no sólo he oído decir la frase, sino que también me habré sumado unas cuantas veces a la larguísima lista de los individuos que la han pronunciado, desde el neolítico hasta nuestros días. Es más, si pudiera hacerse una lista de las frases que más veces se han dicho a lo largo de la historia, no me cabe la menor duda de que “todos los políticos son iguales” se encontraría entre las primeras de la lista, probablemente después de “te quiero”, “esto es mío”, “el tiempo pasa volando”, “parece que hoy lloverá” y “no pienso volver a comer con tu madre nunca más”, cada una de ellas en su correspondiente versión en todas las lenguas planetarias.
Sin embargo, según he podido comprobar recientemente, los políticos, por fortuna, no son todos iguales. Los españoles llevábamos ya unos meses viviendo bajo el gobierno de Zapatero y sin ver la cara bigotuda y crispada del anterior presidente cuando, de pronto, hace unos días, Aznar reapareció en la televisión, pues había acudido a prestar declaración ante la comisión que investiga los atentados del pasado 11 de marzo. Para que se hagan una idea cabal de cuáles fueron mis sentimientos al volver a ver a este individuo, diré que fue como ver una película de terror, tal vez El regreso de Drácula, El regreso del abominable hombre de las nieves o, mejor aún, El monstruo ataca de nuevo. No sólo volvió a desplegar ante mis horrorizados ojos la misma arrogancia y la misma belicosidad intolerante de siempre, sino que daba la impresión de haberse cocido en su propia bilis, de ignorar por completo el significado de la palabra autocrítica y de no haber sonreído desde el cretácico superior. Creo que ese día volvió a conseguir que a medio país le sentara fatal la comida.
Después de esta experiencia pavorosa, me juré a mí misma que jamás volvería a decir que los políticos son iguales. Desde luego, los gobiernos de Aznar y Zapatero no podrían ser más diferentes, y no sólo porque el apellido del uno empiece por la primera letra del alfabeto mientras que el del otro empieza por la última, de lo que cabe deducir que los separa todo un diccionario. Por lo pronto, cuando un ministro de Zapatero comete un error (cosa que nos sucede a todos los humanos, excepto a Aznar y a sus muchachos), el ministro en cuestión reconoce públicamente su error y da explicaciones, un hito histórico nunca visto durante las dos legislaturas del anterior presidente, cuya política ante los errores consistía lisa y llanamente en negarlos. Además de negar sus errores con una obstinación que daba ganas de echarse a llorar, se perfeccionaron hasta extremos casi inverosímiles en el arte de insultar a todo aquel que se atreviera a decirles que habían cometido un error, con lo que los ciudadanos estábamos siempre o llorando o cabreadísimos. Encima, salíamos al extranjero absolutamente avergonzados, como ahora les sucede a muchos de los norteamericanos que no votaron a Bush y lamentan amargamente que haya vuelto a ganar. 

Diciembre 2004

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