Nadie ha visto jamás a un perro o un gato mirándose
en un espejo ni negándose a comer para perder unos kilitos ni ahorrando para
comprarse un modelazo carísimo de diseño exclusivo que luego sólo utilizará dos
veces en su vida y quedará aparcado en la oscuridad de un armario. Para los
seres humanos, en cambio, la belleza y la imagen son asuntos capitales. Y no
sólo en esta época, en que estamos sometidos al bombardeo incesante de la
publicidad y cuando vamos a comprar un coche estamos comprando glamur,
poder y sex appeal además de un
coche, sino desde los albores mismos de la Humanidad.
Es cierto que el cine, la tele,
la radio, Internet y los periódicos han supuesto un aumento de la presión que
soportamos porque diariamente fabrican mitos sexuales y modelos estéticos, pero
ya antes de la existencia de los medios de comunicación de masas, los seres
humanos mostrábamos una enorme preocupación por mejorar nuestra imagen. Digamos
que siempre hemos sido coquetos y presumidos. De no ser así, los museos de
Historia antigua, Arte y Arqueología no estarían llenos de millares de joyas y
abalorios cuya existencia se remonta a unos cuantos milenios antes de nuestra
era.
De
hecho, una de las primeras cosas que hizo la Humanidad en cuanto tuvo las
necesidades básicas satisfechas, y aún antes de hacer el revolucionario invento
de la escritura, gracias a la cual puedo yo comunicarme con ustedes, fue engalanarse
con afán de ofrecer al mundo una imagen mejor. Así que, al principio, cuando
aún no sabían hacer cerámica ni trabajar los metales empezaron a recoger
piedrecillas agujereadas con que poder fabricar collares no tan distintos a los
que lucimos hoy en día. Y, antes de la invención de los espejos, me imagino a
la gente aprovechando algún momento de soledad para acercarse discretamente al
río, al lago o al estanque, y asomarse al agua en busca de su reflejo. Estoy
convencida de que a más de uno le pasó lo que a Narciso, que se ahogó cuando
pretendía besar su reflejo en el agua, de tan guapo como se encontraba.
Nadie
se salva de la coquetería. Pongan un espejo en el centro de una plaza y verán como
todo el mundo acude a mirarse en él con más o menos disimulo. Incluso aquellos
que no somos precisamente Claudia Schiffer y que a veces nos estremecemos de
horror al enfrentarnos a nuestro reflejo mantenemos con los espejos de este
mundo una relación tan asidua como atormentada. ¿Por qué seguimos mirándonos
aunque no nos guste lo que vemos? ¿Creemos que si seguimos mirándonos y posando
absurdamente ante el espejo desaparecerán como por arte de magia todos nuestros
defectos?
En ese sentido, los lavabos y los
ascensores suelen proporcionar escenas impagables. No hay nadie que se resista
a la tentación de echarse aunque sólo sea un rápido vistazo en el espejo si se
encuentra a solas en alguno de esos lugares. ¿Y quién no ha sido descubierto en
el preciso instante en que contiene la respiración para no tener barriga o en
el momento en que se chupa las mejillas para resaltar los pómulos o justo
cuando saca el pecho o se mira el trasero contorsionando todo el cuerpo o adopta
una pose sexy, digna de un modelo? Desde luego, que te pillen en una de esas
poses es una de las más frecuentes microtragedias cotidianas: avergonzados y
con un vivo sentimiento del ridículo, nos aborrecemos un poco a nosotros mismos
y aún más al inoportuno intruso que se ha atrevido a interrumpir de improviso
nuestro extraño romance con nuestra propia imagen.
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