No sé qué harán ustedes en Alemania, pero en
España, a partir del mes de abril el país entero se pone a dieta y en los
gimnasios, casi vacíos dos meses antes, ya no cabe nadie más. “Operación
bikini” es el ingenioso nombre con el que los medios de comunicación han bautizado
esta auténtica locura que no distingue entre ricos y pobres, tontos y listos,
guapos y feos, jóvenes y viejos.
Después
de ocultar nuestros michelines durante el crudo invierno bajo los abrigos y los
gruesos jerséis de lana, más de uno está a punto de desmayarse cuando llegan
los primeros calores y se pone ropa ligera. ¿Soy yo esa figura asquerosa, de
carnes blandas y grasientas, con los brazos como jamones y una barriga que
parece que esté a punto de dar a luz gemelos?, se preguntan muchos frente al
espejo. Y ahí empiezan las dietas, que igualan a ricos y pobres, porque aunque
seas multimillonario, durante una temporadita tienes que despedirte del caviar,
el foie gras, el champagne francés y la cocina de autor y castigar tu cuerpo y
tu alma con alguna dieta cruel. Es cierto que últimamente las hay para todos
los gustos, desde las vegetarianas a las hiperproteínicas pasando por las de
toda la vida, pero por más que algunas se presenten como milagrosas y,
nosotros, ilusos que somos, nos creamos lo que afirma la publicidad, la verdad
es que todas implican hambre y privaciones y rugidos de tripas tan escandalosos
y dramáticos como ciertas arias de ópera. Eso sin mencionar los momentos en que
no puedes resistir la tentación y te das un atracón de lo que sea sólo para
sentir luego atroces remordimientos.
Y si
sólo fuera la dieta, todavía. Pero, encima, hay que hacer deporte para no
quedarse uno blando como un espagueti al adelgazar tantos kilos, de modo que,
ahora mismo, por todo el país la gente corre y pedalea, rema o se entrega a una
furiosa sesión de gimnasia rítmica, gimiendo, resoplando o lanzando un grito
guerrero, como hacen algunos hombres cuando en el gimnasio levantan pesas.
Les
confieso que a mí hay algo que me fastidia todavía más que pasar un hambre
horrorosa, poner cara de lechuga y resoplar por calles, gimnasios y carreteras
roja como un tomate. Y es que, cuando estás a dieta, durante una temporada
debes suspender casi por completo tu relación con el mundo. Al fin y al cabo,
estamos acostumbrados a ver a los amigos bebiendo unas copitas, que engordan un montón,
o comiendo cosas ricas en algún restaurante, de modo que cuando nos está
prohibido comer y beber, también nos vemos obligados a suspender nuestros
afectos o a ejercerlos tan sólo por Internet o por teléfono, que son formas
bajas en calorías de ejercitar la amistad. Ya sé que me dirán que siempre puedo
quedar con los amigos y beberme sólo un vaso de agua o media piscina de agua, o
una infusión o un café endulzado con la dietética sacarina, y la verdad es que
lo he probado, pero no es lo mismo. Para empezar, si bebes mucha agua, te pasas
la vida yendo al baño, lo que resulta más bien antisocial, porque hay que
interrumpir sin cesar la conversación. Pero además, está científicamente
demostrado que una comida suculenta y unas copitas hacen que la conversación
sea no sólo más fluida sino también más estimulante y divertida. Eso sin
mencionar el mal humor que se apodera de nosotros cuando estamos a dieta y que
nos hace mucho menos atractivos para los demás. Estaremos delgados y guapos
según los cánones estéticos… pero ¡somos insoportables!
Menos
mal que después de unas semanas de privaciones, cuando hemos logrado adelgazar
unos cuantos kilos, volvemos a lo siempre y nos ponemos morados de canapés,
vino y pasteles a la primera oportunidad. Porque como decía Maiakovski, el gran
poeta ruso, más vale morir de vodka que de aburrimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario