miércoles, 27 de noviembre de 2013

PECADORES


Lo confieso: soy una pecadora habitual. No lo hago con mucha frecuencia, pero de vez en cuando me concedo la pecaminosa licencia de darme un atracón de huevos fritos con chorizo, jamón o tocino. Además de los huevos y del acompañamiento porcino rebosantes ambos de grasa y colesterol, hago unas patatas fritas que coloco amorosamente en un montículo, bien redondeado, en el centro del plato, y que luego corono con los huevos. Este plato, sin duda diabólico y depravado, me parece tan irresistiblemente seductor que a veces su simple visión puede llegar a arrancarme lágrimas de felicidad.
         Confieso también que, como ocurre con tantos otros pecados, en este caso prefiero pecar con algún cómplice e intercambiar exclamaciones de placer y felicidad mientras dura el delicioso atracón, aunque también suelo ceder a solas a la tentación.
No sé si a ustedes también les sucede algo parecido pero, una vez acabado el plato, cuando ya me lo he zampado todo y tengo el estómago lleno a reventar, enseguida se apodera de mi ánimo una melancolía parecida a la que experimentan los amantes después del acto sexual. Estoy ahíta, y el intenso placer de mojar pan o patatas en los huevos, devorando así cantidades industriales de grasientas calorías, es ya sólo un recuerdo. Un recuerdo muy bonito, eso sí, pero que pertenece ya a un pasado irrecuperable y remoto. Acto seguido, la melancolía inicial se enriquece con un profundo sentimiento de culpa por haber cometido la insensatez de entregarme a un placer prohibido que atenta contra mi salud y tal vez acortará mi vida una semana o dos, quién sabe. A continuación sobreviene un horrible tormento: no puedo evitar sentirme tan sucia y contaminada como un río en el que unos desaprensivos acabaran de hacer vertidos tóxicos. Noto como mis arterias se obstruyen por culpa de la maldita grasa y como todos mis órganos emprenden un lento pero inexorable proceso de autodestrucción. Por mi culpa, claro, por comer porquerías que no debería mirar ni en foto.
Entonces, cuando mis padecimientos resultan insoportables, me impongo una penitencia, que casi siempre consiste en someterme a una dieta severísima que durante cierto tiempo me obligará a purgar mis excesos pasando un hambre horrorosa y prescindiendo de casi todas las alegrías gastronómicas.
Puede que mi relato sea un poco exagerado, pero cada época tiene sus pecados. Hoy en día, en los países ricos, donde se supone que la gente es más libre, ya nadie perece en la hoguera acusado de brujería, y cosas antaño consideradas pecado mortal, como el adulterio, han dejado de serlo. En cambio, los supuestos atentados contra la propia salud, como fumar cigarrillos, consumir alcohol, seguir lo que se considera una alimentación incorrecta o estar gordo son cosas cada vez peor vistas por nuestra sociedad, donde el patrón de individuo “correcto” implica ser delgado, atlético y estar bronceado, pues la piel blanca, las carnes voluptuosas y la textura blandita de las mujeres de los cuadros de Rubens no sólo ya no son consideradas hermosas, sino que, además de feas, resultan moralmente condenables. Si antes uno se sentía sucio por tener relaciones sexuales fuera del sacrosanto matrimonio o por no acudir a misa y confesar sus pecados al sacerdote de forma regular, ahora lo más sagrado es el cuerpo y, lo queramos o no, papá Estado se impone la obligación de velar por nuestra salud. Tal es el celo con que cumple su misión de vigilancia que se ha sentido obligado a añadir en los paquetes de tabaco una serie de mensajes donde se nos advierte de las calamidades que podemos atraernos si fumamos cigarrillos.
Puede que dentro de un tiempo, el Estado considere que también las bebidas alcohólicas deben incluir una advertencia siniestra acerca de los perjuicios del alcohol y así sucesivamente. ¿Se imaginan ir a comprar carne en paquetes que advertirán de los serios peligros de tomar carne roja con demasiada frecuencia? ¿Se imaginan comprar un coche que, cuando circulemos, nos repita cada media hora cuanta gente muere cada año en la carretera? 

domingo, 10 de noviembre de 2013

COQUETERÍA


Nadie ha visto jamás a un perro o un gato mirándose en un espejo ni negándose a comer para perder unos kilitos ni ahorrando para comprarse un modelazo carísimo de diseño exclusivo que luego sólo utilizará dos veces en su vida y quedará aparcado en la oscuridad de un armario. Para los seres humanos, en cambio, la belleza y la imagen son asuntos capitales. Y no sólo en esta época, en que estamos sometidos al bombardeo incesante de la publicidad y cuando vamos a comprar un coche estamos comprando  glamur, poder y sex appeal además de un coche, sino desde los albores mismos de la Humanidad.
Es cierto que el cine, la tele, la radio, Internet y los periódicos han supuesto un aumento de la presión que soportamos porque diariamente fabrican mitos sexuales y modelos estéticos, pero ya antes de la existencia de los medios de comunicación de masas, los seres humanos mostrábamos una enorme preocupación por mejorar nuestra imagen. Digamos que siempre hemos sido coquetos y presumidos. De no ser así, los museos de Historia antigua, Arte y Arqueología no estarían llenos de millares de joyas y abalorios cuya existencia se remonta a unos cuantos milenios antes de nuestra era.
         De hecho, una de las primeras cosas que hizo la Humanidad en cuanto tuvo las necesidades básicas satisfechas, y aún antes de hacer el revolucionario invento de la escritura, gracias a la cual puedo yo comunicarme con ustedes, fue engalanarse con afán de ofrecer al mundo una imagen mejor. Así que, al principio, cuando aún no sabían hacer cerámica ni trabajar los metales empezaron a recoger piedrecillas agujereadas con que poder fabricar collares no tan distintos a los que lucimos hoy en día. Y, antes de la invención de los espejos, me imagino a la gente aprovechando algún momento de soledad para acercarse discretamente al río, al lago o al estanque, y asomarse al agua en busca de su reflejo. Estoy convencida de que a más de uno le pasó lo que a Narciso, que se ahogó cuando pretendía besar su reflejo en el agua, de tan guapo como se encontraba.
         Nadie se salva de la coquetería. Pongan un espejo en el centro de una plaza y verán como todo el mundo acude a mirarse en él con más o menos disimulo. Incluso aquellos que no somos precisamente Claudia Schiffer y que a veces nos estremecemos de horror al enfrentarnos a nuestro reflejo mantenemos con los espejos de este mundo una relación tan asidua como atormentada. ¿Por qué seguimos mirándonos aunque no nos guste lo que vemos? ¿Creemos que si seguimos mirándonos y posando absurdamente ante el espejo desaparecerán como por arte de magia todos nuestros defectos?
         En ese sentido, los lavabos y los ascensores suelen proporcionar escenas impagables. No hay nadie que se resista a la tentación de echarse aunque sólo sea un rápido vistazo en el espejo si se encuentra a solas en alguno de esos lugares. ¿Y quién no ha sido descubierto en el preciso instante en que contiene la respiración para no tener barriga o en el momento en que se chupa las mejillas para resaltar los pómulos o justo cuando saca el pecho o se mira el trasero contorsionando todo el cuerpo o adopta una pose sexy, digna de un modelo? Desde luego, que te pillen en una de esas poses es una de las más frecuentes microtragedias cotidianas: avergonzados y con un vivo sentimiento del ridículo, nos aborrecemos un poco a nosotros mismos y aún más al inoportuno intruso que se ha atrevido a interrumpir de improviso nuestro extraño romance con nuestra propia imagen.

lunes, 4 de noviembre de 2013

A dieta


No sé qué harán ustedes en Alemania, pero en España, a partir del mes de abril el país entero se pone a dieta y en los gimnasios, casi vacíos dos meses antes, ya no cabe nadie más. “Operación bikini” es el ingenioso nombre con el que los medios de comunicación han bautizado esta auténtica locura que no distingue entre ricos y pobres, tontos y listos, guapos y feos, jóvenes y viejos.
         Después de ocultar nuestros michelines durante el crudo invierno bajo los abrigos y los gruesos jerséis de lana, más de uno está a punto de desmayarse cuando llegan los primeros calores y se pone ropa ligera. ¿Soy yo esa figura asquerosa, de carnes blandas y grasientas, con los brazos como jamones y una barriga que parece que esté a punto de dar a luz gemelos?, se preguntan muchos frente al espejo. Y ahí empiezan las dietas, que igualan a ricos y pobres, porque aunque seas multimillonario, durante una temporadita tienes que despedirte del caviar, el foie gras, el champagne francés y la cocina de autor y castigar tu cuerpo y tu alma con alguna dieta cruel. Es cierto que últimamente las hay para todos los gustos, desde las vegetarianas a las hiperproteínicas pasando por las de toda la vida, pero por más que algunas se presenten como milagrosas y, nosotros, ilusos que somos, nos creamos lo que afirma la publicidad, la verdad es que todas implican hambre y privaciones y rugidos de tripas tan escandalosos y dramáticos como ciertas arias de ópera. Eso sin mencionar los momentos en que no puedes resistir la tentación y te das un atracón de lo que sea sólo para sentir luego atroces remordimientos.
         Y si sólo fuera la dieta, todavía. Pero, encima, hay que hacer deporte para no quedarse uno blando como un espagueti al adelgazar tantos kilos, de modo que, ahora mismo, por todo el país la gente corre y pedalea, rema o se entrega a una furiosa sesión de gimnasia rítmica, gimiendo, resoplando o lanzando un grito guerrero, como hacen algunos hombres cuando en el gimnasio levantan pesas.
         Les confieso que a mí hay algo que me fastidia todavía más que pasar un hambre horrorosa, poner cara de lechuga y resoplar por calles, gimnasios y carreteras roja como un tomate. Y es que, cuando estás a dieta, durante una temporada debes suspender casi por completo tu relación con el mundo. Al fin y al cabo, estamos acostumbrados a ver a los amigos  bebiendo unas copitas, que engordan un montón, o comiendo cosas ricas en algún restaurante, de modo que cuando nos está prohibido comer y beber, también nos vemos obligados a suspender nuestros afectos o a ejercerlos tan sólo por Internet o por teléfono, que son formas bajas en calorías de ejercitar la amistad. Ya sé que me dirán que siempre puedo quedar con los amigos y beberme sólo un vaso de agua o media piscina de agua, o una infusión o un café endulzado con la dietética sacarina, y la verdad es que lo he probado, pero no es lo mismo. Para empezar, si bebes mucha agua, te pasas la vida yendo al baño, lo que resulta más bien antisocial, porque hay que interrumpir sin cesar la conversación. Pero además, está científicamente demostrado que una comida suculenta y unas copitas hacen que la conversación sea no sólo más fluida sino también más estimulante y divertida. Eso sin mencionar el mal humor que se apodera de nosotros cuando estamos a dieta y que nos hace mucho menos atractivos para los demás. Estaremos delgados y guapos según los cánones estéticos… pero ¡somos insoportables!
         Menos mal que después de unas semanas de privaciones, cuando hemos logrado adelgazar unos cuantos kilos, volvemos a lo siempre y nos ponemos morados de canapés, vino y pasteles a la primera oportunidad. Porque como decía Maiakovski, el gran poeta ruso, más vale morir de vodka que de aburrimiento.