El otro día me contaron de un escritor argentino, residente en
Barcelona, que cuando escribe un artículo periodístico se sienta siempre a un lado
de su mesa de trabajo, mientras que cuando va a escribir literatura se levanta,
coge la silla y se pone del lado contrario. Pese a que quien me contaba la
historia la tenía por el colmo de la rareza y la extravagancia, confieso que no
me sorprendió demasiado, pues yo misma tengo una libreta donde en un lado
escribo mis artículos y mis conferencias y en el otro, poniendo la libreta del
revés, los trabajos estrictamente literarios. Si alguien me preguntara por qué
lo hago así, no sabría muy bien qué contestarle, salvo que la idea de mezclar
esos dos conceptos me repugna hasta extremos inauditos, como si el periodismo y
la literatura pudieran contaminarse de alguna manera fatídica si llegaran a
convivir en las mismas páginas de mi libreta.
Pero aunque los
escritores tenemos fama de cultivar manías a cual más extravagante y de no poder
escribir si no es con instrumentos de tales o cuales características o si no
realizamos algunos pequeños rituales (yo a veces tengo que retocarme el moño o
peinarme, pues así me parece que escribo mejor y tengo la cabeza más despejada),
sospecho que no hay ser humano a quien no podamos imputarle alguna de esas
extrañas manías que desafían la razón. Fidel Castro, por ejemplo, es
peripatético, lo que significa que piensa mejor cuando está en movimiento que
cuando está inmóvil. De ahí que en sus reuniones con jefes de estado, tenga la
manía de hablar paseándose continuamente de arriba abajo, midiendo con sus
pasos la habitación en la que esté. Lo bueno del caso es que en una ocasión se
encontró con otro jefe de estado (cuya identidad lamentablemente he olvidado)
que también era peripatético, de modo que los dos prohombres se pasaron un par
de horas recorriendo una habitación y cruzándose continuamente para
desesperación, mareo y recochineo de los intérpretes encargados de traducir sus
palabras.
Ignoro si la manía de
Castro tiene o no una base científica. En cualquier caso, la mayor parte de las
manías tienen una vertiente mágica y supersticiosa aunque sólo sea porque están
vinculadas a la creencia, puramente irracional, de que haciendo las cosas según
determinado ritual, la fortuna nos sonreirá y todo nos saldrá mejor. Tengo una
amiga, por ejemplo, a quien le encanta la música, pero no soporta cocinar
escuchando música, porque sostiene que el espíritu de la música desnaturaliza
la comida. Dice mi amiga que si uno hace una paella escuchando a Wagner, por
ejemplo, es matemáticamente imposible que la paella salga buena porque la
solemnidad de Wagner arruina el arroz. Pero cuando le sugiero que ponga alguna
música valenciana cuando quiera hacer arroz, mi amiga también arruga la nariz.
Sea como fuere, la enorme
variedad de las manías documentadas demuestra una vez más que, en materia de
seres humanos, la diversidad se impone. Si algunos son unos maníacos del orden
y necesitan que los lomos de los libros de su biblioteca formen una línea absolutamente
recta, otros se sienten desasosegados
por la línea recta y necesitan que los lomos estén puestos a diferentes
alturas, para quebrar toda posible simetría. Eso sin mencionar a los que se
sienten profundamente perturbados al ver un cuadro torcido y no descansan hasta
que lo enderezan. O a los que, cuando pasean con alguien por la calle siempre
necesitan llevar a la persona a su derecha o a su izquierda. O a los que en los
restaurantes necesitan sentarse con la espalda contra la pared y uno se siente
obligado a cederles el sitio, aunque después de escucharlos decir que tienen
miedo de que alguien los acuchille a traición si se colocan con la espalda al
aire sea uno mismo quien se pasa toda la velada casi sin probar bocado del pánico
espantoso de que venga alguien y le
ataque por la espalda.
Luego está la curiosa tipología de los que tienen que
vestirse con tal o cual prenda, o de tal o cual color, para asistir a una cita
amorosa o para darse suerte cuando van a una entrevista de trabajo. O los que se
sienten protegidos por alguna clase de talismán, ya sea una joya o cualquier
otro objeto cuya desaparición los arroja. Aunque, como dice una amiga mía, en
el mundo sólo haya realmente dos tipos de personas: los que en un avión se
ponen del lado del pasillo y los que matarían por conseguir un asiento junto a
una ventanilla.
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