lunes, 7 de octubre de 2013

INSULTOS


Hace unos años vi salir de sus coches a dos señores de aspecto respetable, con trajes y corbatas. Estaban muy alterados y empezaron a soltarse todo el repertorio clásico de insultos de la lengua castellana, que no es precisamente escaso. Ignoro cuál era el origen de su enfrentamiento, probablemente alguna maniobra indebida con el coche. O quizá uno le había robado al otro el aparcamiento, no lo sé. La cuestión es que, cinco minutos después, agotada el arma de la humillación verbal, los dos estaban rodando por el suelo, enzarzados en una impresionante pelea a puñetazo limpio, y los transeúntes tardaron muchísimo en poder separarlos.
         Afortunadamente, no todos los conflictos humanos acaban a puñetazo limpio. Las mujeres, por ejemplo, no solemos repartir puñetazos, aunque a veces acabamos arrancándonos los pelos y clavándonos las uñas, las llevemos pintadas o no con el color de moda de la temporada. Lo que sí hacemos todos a la menor provocación, al menos en España, es recurrir al insulto. Sin embargo, así como las modas en el vestir van cambiando cada temporada, y así como las artes, la arquitectura y el diseño evolucionan y crean cosas nuevas y sorprendentes, los insultos que por aquí usamos son casi los mismos que se usaban hace un montón de años. Básicamente, la cosa consiste en poner en duda la honradez de las mujeres (sobre todo, la de la madre) y la condición sexual de los varones. Es decir, por si no han pillado mis sutiles insinuaciones: puta, hijo de puta, cabrón, maricón y vete a tomar por el culo, que son los clásicos indiscutibles del insulto, tanto callejero como en los medios de comunicación.
         La verdad es que con esos insultos tan convencionales, mediocres, feos y faltos de imaginación, no me extraña que acabemos pegándonos bofetadas. Me pregunto lo que ocurriría, en cambio, si todos nos esforzáramos por inventar insultos refinados y exclusivos, insultos bonitos y creativos, como de alta costura, para cada una de las personas que, en distintas situaciones, provocan nuestra ira y nos sacan de quicio. Yo, últimamente, he llevado a cabo cierta labor arqueológica y resucito insultos antiguos que, por su extrema rareza, dejan a mis contrincantes absolutamente perplejos, lo que equivale a dejarlos fuera de combate: cenutrio, zote, zangolotino, piltrafa y monigote son algunos de mis favoritos, aunque confieso que a veces también invento palabras, como kudurru o asdrúbilo. Créanme: ver la cara que pone la gente cuando les dices alguna de estas cosas es una experiencia francamente embriagadora. Dudo que se precipiten a buscar en algún diccionario, pero se quedan atontados, y tú ganas netamente de forma refinada y elegante, sin perder los papeles. Encima, en lugar de ponerte de un humor de perros, te vas alegre y contento.
         Otra manera de afrontar esas pequeñas y estúpidas peleas en las que nos enzarzamos con nuestros semejantes por cualquier tontería, porque no han respetado su turno en una cola o porque nos han adelantado de mala manera cuando íbamos al volante de nuestro flamante BMW, es el inteligente método que al parecer aplicaba Winston Churchill. “A menudo me he tenido que comer mis palabras”, dijo una vez el prohombre, “y he descubierto que es una dieta equilibrada”.
         Permítanme que trate de perfeccionar este genial método para vencer con nuestra calma imperturbable todas las peleas. Si además de tragarnos los insultos que acuden a nuestra mente, nos esforzamos por sonreír mientras el otro, fuera de sí, nos insulta, también ganamos el combate porque el otro no tarda en sentirse ridículo y en encogerse tres tallas de golpe. Y si uno se siente con humor, incluso puede alejarse lanzándole al otro un sonriente beso al aire como triunfal despedida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario