miércoles, 23 de octubre de 2013

INCITACIÓN AL CONSUMO


Hace poco regresaba yo a mi ciudad en un tren nocturno después de haber pasado unos pocos días de vacaciones en Granada. Confieso que me sentía mucho más satisfecha de lo habitual, con un insólito nivel de bienestar. Había descansado, había paseado por una ciudad maravillosa con un tiempo espléndido y, cuando subí al tren en inmejorable compañía, me hallaba en uno de esos raros momentos privilegiados en que a uno no le hace falta nada ni siente la más remota inquietud. No tenía hambre, pues a mediodía me había puesto morada comiéndome unas tapas tan suculentas como difíciles de digerir, ni sentía sed, ya que me había tomado una cerveza justo antes de subir al tren. En suma, estaba contenta de estar donde estaba y de hacer lo que hacía. Y por una vez, cosa rara, me sentía en armonía con el mundo y llena de nobles impulsos.
         Al poco de instalarnos en nuestro compartimiento, un amable empleado vino a decirnos que nuestro billete nos daba derecho a una cena gratuita en el vagón restaurante y que podíamos ir cuando quisiéramos. Qué agradable sorpresa, pensamos los dos, aunque seguíamos sin tener apetito.
Tardamos unos diez minutos en ponernos en marcha, pues queríamos acabar de leer el periódico, y cuando llegamos al vagón restaurante todas las mesas estaban ocupadas ya por otros viajeros. El amable empleado nos invitó a esperar en el bar tomándonos una copa de cava, que también corría a cuenta de la empresa, y nos dijo que en media hora podríamos pasar a cenar. Relajados y felices, nos pusimos a comentar las aventuras del viaje mientras nos bebíamos el cava.
         Transcurrió media hora y el amable empleado se disculpó, pues ninguna de las mesas se había liberado todavía. Nos dijo que no vaciláramos en pedir lo que quisiéramos en el bar al tiempo que nos aseguraba que en unos diez minutos podríamos cenar. Esta vez, sin embargo, no pudimos evitar sentirnos ligeramente decepcionados. Yo empezaba a tener, no exactamente hambre, pero sí cierta impaciencia por pasar al comedor de una vez, y mi nivel de bienestar y satisfacción, que hacía sólo una hora era inusitadamente alto, empezaba a caer en picado. A cada minuto que pasaba, más incómoda me sentía en el taburete. Incluso empecé a alimentar un vago resentimiento contra todas aquellas personas que se obstinaban en prolongar sus conversaciones de sobremesa en lugar de levantarse de la mesa y abandonar el restaurante. ¿Acaso lo hacían adrede?, me preguntaba cada vez más impaciente y luchando contra la tentación de comerme las uñas  hasta el codo.
No sé qué extraña configuración astral hizo que aquella noche en el vagón restaurante todos los comensales comieran a velocidad de tortuga o bien tuvieran un montón de cosas que comunicarse. El caso es que los diez minutos de demora se convirtieron en tres cuartos de hora, de modo que, cuando el amable empleado nos hizo pasar por fin al comedor, faltaban sólo unos minutos para la medianoche y tanto a mi marido como a mí nos devoraban la ansiedad y la impaciencia. Yo diría que incluso nos veíamos obligados a contener un ligero malhumor. Lo curioso es que, aunque yo seguía sin tener mucha hambre, la posibilidad de que alguno de los platos del menú se hubiera acabado ya me tenía seriamente preocupada.
Mientras examinaba la carta, se me ocurrió pensar que sólo dos horas atrás mi marido y yo éramos dos individuos básicamente satisfechos y estábamos tan contentos y relajados, sin que ninguna necesidad viniera a atormentar nuestro espíritu o nuestra carne. ¿Cómo era posible que la simple promesa de una cena que nosotros no habíamos pedido ni deseábamos siquiera hubiera bastado para perturbarnos de aquella manera y convertir a dos seres contentos y tranquilos en un par de insatisfechos que examinaban la carta del restaurante con incontenible ansiedad, temerosos de que los anteriores comensales se lo hubieran acabado todo? Entonces vi la luz. ¿No era ése exactamente el mecanismo por el cual la sociedad inocula en nosotros el virus de la insatisfacción y nos crea la necesidad de poseer cosas que hace una hora no necesitábamos en absoluto? ¿No es así como, al prometernos mil y una delicias, nos incita al consumo desatado y voraz?
La verdad, amigos, es que entre una cosa y otra aún no he logrado digerir muy bien aquella cena y mi estómago se resiente cada vez que pienso en lo vulnerables que somos y en la extraordinaria facilidad con que nos convertimos en muñecos manipulables.

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