Hace poco regresaba yo a mi ciudad en un tren nocturno después de haber
pasado unos pocos días de vacaciones en Granada. Confieso que me sentía mucho
más satisfecha de lo habitual, con un insólito nivel de bienestar. Había
descansado, había paseado por una ciudad maravillosa con un tiempo espléndido
y, cuando subí al tren en inmejorable compañía, me hallaba en uno de esos raros
momentos privilegiados en que a uno no le hace falta nada ni siente la más
remota inquietud. No tenía hambre, pues a mediodía me había puesto morada
comiéndome unas tapas tan suculentas como difíciles de digerir, ni sentía sed,
ya que me había tomado una cerveza justo antes de subir al tren. En suma,
estaba contenta de estar donde estaba y de hacer lo que hacía. Y por una vez,
cosa rara, me sentía en armonía con el mundo y llena de nobles impulsos.
Al poco de instalarnos en
nuestro compartimiento, un amable empleado vino a decirnos que nuestro billete
nos daba derecho a una cena gratuita en el vagón restaurante y que podíamos ir
cuando quisiéramos. Qué agradable sorpresa, pensamos los dos, aunque seguíamos
sin tener apetito.
Tardamos unos diez minutos en ponernos en marcha, pues
queríamos acabar de leer el periódico, y cuando llegamos al vagón restaurante
todas las mesas estaban ocupadas ya por otros viajeros. El amable empleado nos
invitó a esperar en el bar tomándonos una copa de cava, que también corría a
cuenta de la empresa, y nos dijo que en media hora podríamos pasar a cenar. Relajados
y felices, nos pusimos a comentar las aventuras del viaje mientras nos bebíamos
el cava.
Transcurrió media hora y
el amable empleado se disculpó, pues ninguna de las mesas se había liberado
todavía. Nos dijo que no vaciláramos en pedir lo que quisiéramos en el bar al
tiempo que nos aseguraba que en unos diez minutos podríamos cenar. Esta vez,
sin embargo, no pudimos evitar sentirnos ligeramente decepcionados. Yo empezaba
a tener, no exactamente hambre, pero sí cierta impaciencia por pasar al comedor
de una vez, y mi nivel de bienestar y satisfacción, que hacía sólo una hora era
inusitadamente alto, empezaba a caer en picado. A cada minuto que pasaba, más
incómoda me sentía en el taburete. Incluso empecé a alimentar un vago
resentimiento contra todas aquellas personas que se obstinaban en prolongar sus
conversaciones de sobremesa en lugar de levantarse de la mesa y abandonar el
restaurante. ¿Acaso lo hacían adrede?, me preguntaba cada vez más impaciente y
luchando contra la tentación de comerme las uñas hasta el codo.
No sé qué extraña configuración astral hizo que
aquella noche en el vagón restaurante todos los comensales comieran a velocidad
de tortuga o bien tuvieran un montón de cosas que comunicarse. El caso es que
los diez minutos de demora se convirtieron en tres cuartos de hora, de modo
que, cuando el amable empleado nos hizo pasar por fin al comedor, faltaban sólo
unos minutos para la medianoche y tanto a mi marido como a mí nos devoraban la
ansiedad y la impaciencia. Yo diría que incluso nos veíamos obligados a contener
un ligero malhumor. Lo curioso es que, aunque yo seguía sin tener mucha hambre,
la posibilidad de que alguno de los platos del menú se hubiera acabado ya me
tenía seriamente preocupada.
Mientras examinaba la carta, se me ocurrió pensar que
sólo dos horas atrás mi marido y yo éramos dos individuos básicamente
satisfechos y estábamos tan contentos y relajados, sin que ninguna necesidad
viniera a atormentar nuestro espíritu o nuestra carne. ¿Cómo era posible que la
simple promesa de una cena que nosotros no habíamos pedido ni deseábamos
siquiera hubiera bastado para perturbarnos de aquella manera y convertir a dos
seres contentos y tranquilos en un par de insatisfechos que examinaban la carta
del restaurante con incontenible ansiedad, temerosos de que los anteriores
comensales se lo hubieran acabado todo? Entonces vi la luz. ¿No era ése
exactamente el mecanismo por el cual la sociedad inocula en nosotros el virus
de la insatisfacción y nos crea la necesidad de poseer cosas que hace una hora
no necesitábamos en absoluto? ¿No es así como, al prometernos mil y una
delicias, nos incita al consumo desatado y voraz?
La verdad, amigos, es que
entre una cosa y otra aún no he logrado digerir muy bien aquella cena y mi
estómago se resiente cada vez que pienso en lo vulnerables que somos y en la
extraordinaria facilidad con que nos convertimos en muñecos manipulables.
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