domingo, 27 de octubre de 2013

HOTELES


       Decía Bertold Brecht que quien vive en hoteles concibe su vida como una novela. Y antes, en efecto, la gente rica, bohemia y más o menos excéntrica a menudo prefería vivir en hoteles que comprarse mansiones. Dalí y Gala, que pasaban parte del año en París y Nueva York, jamás tuvieron casa allí porque preferían vivir en hoteles. También Oscar Wilde y Coco Chanel vivían en hoteles de forma permanente. Pero aunque hoy en día parece que las casas privadas les han ganado la partida a los hoteles como residencia principal, el turismo hace que millones de personas se alojen en hoteles cuando viajan.
         Es cierto que hay enormes complejos hoteleros, alojamientos masivos para convenciones y grupos organizados, que no sólo no parecen tener la menor poesía, sino que para muchos representan un criminal atentado contra el espíritu novelesco y la poesía. Sin embargo, incluso esos hoteles impersonales y funcionales son, si uno se detiene a pensar en ello, espacios muy sugerentes desde un punto de vista literario, como lo comprobará cualquier persona que vaya a ver Lost in translation, de Sofía Coppola, donde las habitaciones de un gran hotel, lujoso pero impersonal, son el escenario donde se mueven personajes solitarios y deprimidos, cuyas vidas están encalladas y que apenas salen de sus dormitorios.
         Confieso que una de las cosas que más me gusta cuando viajo es no saber dónde voy a dormir la siguiente noche. Me gusta esa sensación de abandonar una habitación donde he vivido apenas unas horas, o unos días tal vez, para encaminarme a otra habitación desconocida donde volveré sin duda a preguntarme qué sueños tuvieron y quiénes eran los que durmieron en esa cama antes que yo. Quizá los próximos ocupantes de la habitación que abandono sean dos amantes que, en su pasión febril, dejarán la cama y el resto de los muebles hechos añicos, para desesperación del dueño, que a partir de ese momento ya no dejará de mirar con malos ojos a las parejas enamoradas y tal vez las obligue a pagar un suplemento por peligrosidad social…
         No negaré que, como le sucede a todo hijo de vecino, mis hoteles favoritos son los románticos, lugares pequeños y casi secretos, con encanto. Tampoco negaré que, como a todo hijo de vecino, la búsqueda de estos lugares me ha deparado unos cuantos batacazos históricos y que he pasado alguna noche digna de figurar en una antología del horror. ¿Quién no ha reservado alguna vez en su vida una habitación en un hotel que, en la guía, se vende como un castillito encantador, pero a la hora de la verdad resulta ser un caserón destartalado, lúgubre y húmedo, con empleados extraños y taciturnos que parecen salidos de una película de terror, habitaciones inmensas, inquietantes e iluminadas con una luz mortecina que apenas si permite leer un libro en la cama e instalaciones totalmente obsoletas? ¿Quién no se ha pasado toda la noche sin poder pegar ojo por culpa de ruidos que en la oscuridad parecen los terroríficos gemidos de un monstruo agonizante y que, por la mañana, uno no tarda en descubrir, entre avergonzado y furioso, que procedían de la cisterna del retrete o de las tuberías del baño? ¿Quién no ha soñado con un hotelito romántico para una noche de amor sólo para descubrir, en el momento más inoportuno, que la cama chirría y gime como un alma en pena, lo que definitivamente aborta toda posibilidad de romanticismo?
         Pero lo peor de todo, la experiencia más terrible y desastrosa, es cuando, creyendo ir a un hotel, en realidad desembarcas en un zoológico clandestino y lleno de bestias feroces que, naturalmente, te atacan. Mosquitos gigantescos que zumban toda la noche como escuadrones de la muerte empeñados en chuparte la sangre y te obligan a elegir entre dejarte picar o pasarte toda la noche en vela, con la luz encendida, y dando infructuosos zapatazos contra las paredes entre insultos y maldiciones, como si estuvieras loca. Familias de cucarachas procedentes de los desagües que se meten en tus maletas, arañas enormes cuya presencia en una esquinita de la bañera te arruina el placer de la ducha, escarabajos… qué sé yo. Lo más espeluznante y gordo con que me he dado de bruces por los hoteles de este mundo fue una especie de langosta de campo de unos diez o doce centímetros, marrón, suave al tacto y absolutamente repulsiva, que, no me pregunten cómo, me aterrizó en la mano mientras cogía mi chaqueta del armario en la habitación de un hotel de El Cairo. Mis gritos aún deben de resonar entre las paredes de esa habitación, para desesperación insomne de turistas sensibles.

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