Decía Bertold Brecht que quien vive en hoteles concibe su vida como una
novela. Y antes, en efecto, la gente rica, bohemia y más o menos excéntrica a
menudo prefería vivir en hoteles que comprarse mansiones. Dalí y Gala, que
pasaban parte del año en París y Nueva York, jamás tuvieron casa allí porque
preferían vivir en hoteles. También Oscar Wilde y Coco Chanel vivían en hoteles
de forma permanente. Pero aunque hoy en día parece que las casas privadas les
han ganado la partida a los hoteles como residencia principal, el turismo hace
que millones de personas se alojen en hoteles cuando viajan.
Es cierto que hay enormes
complejos hoteleros, alojamientos masivos para convenciones y grupos
organizados, que no sólo no parecen tener la menor poesía, sino que para muchos
representan un criminal atentado contra el espíritu novelesco y la poesía. Sin
embargo, incluso esos hoteles impersonales y funcionales son, si uno se detiene
a pensar en ello, espacios muy sugerentes desde un punto de vista literario, como
lo comprobará cualquier persona que vaya a ver Lost in translation, de Sofía Coppola, donde las habitaciones de un
gran hotel, lujoso pero impersonal, son el escenario donde se mueven personajes
solitarios y deprimidos, cuyas vidas están encalladas y que apenas salen de sus
dormitorios.
Confieso que una de las
cosas que más me gusta cuando viajo es no saber dónde voy a dormir la siguiente
noche. Me gusta esa sensación de abandonar una habitación donde he vivido apenas
unas horas, o unos días tal vez, para encaminarme a otra habitación desconocida
donde volveré sin duda a preguntarme qué sueños tuvieron y quiénes eran los que
durmieron en esa cama antes que yo. Quizá los próximos ocupantes de la
habitación que abandono sean dos amantes que, en su pasión febril, dejarán la
cama y el resto de los muebles hechos añicos, para desesperación del dueño, que
a partir de ese momento ya no dejará de mirar con malos ojos a las parejas
enamoradas y tal vez las obligue a pagar un suplemento por peligrosidad social…
No negaré que, como le
sucede a todo hijo de vecino, mis hoteles favoritos son los románticos, lugares
pequeños y casi secretos, con encanto. Tampoco negaré que, como a todo hijo de
vecino, la búsqueda de estos lugares me ha deparado unos cuantos batacazos históricos
y que he pasado alguna noche digna de figurar en una antología del horror.
¿Quién no ha reservado alguna vez en su vida una habitación en un hotel que, en
la guía, se vende como un castillito encantador, pero a la hora de la verdad
resulta ser un caserón destartalado, lúgubre y húmedo, con empleados extraños y
taciturnos que parecen salidos de una película de terror, habitaciones inmensas,
inquietantes e iluminadas con una luz mortecina que apenas si permite leer un
libro en la cama e instalaciones totalmente obsoletas? ¿Quién no se ha pasado
toda la noche sin poder pegar ojo por culpa de ruidos que en la oscuridad
parecen los terroríficos gemidos de un monstruo agonizante y que, por la
mañana, uno no tarda en descubrir, entre avergonzado y furioso, que procedían
de la cisterna del retrete o de las tuberías del baño? ¿Quién no ha soñado con
un hotelito romántico para una noche de amor sólo para descubrir, en el momento
más inoportuno, que la cama chirría y gime como un alma en pena, lo que
definitivamente aborta toda posibilidad de romanticismo?
Pero lo peor de todo, la experiencia más terrible y
desastrosa, es cuando, creyendo ir a un hotel, en realidad desembarcas en un
zoológico clandestino y lleno de bestias feroces que, naturalmente, te atacan. Mosquitos
gigantescos que zumban toda la noche como escuadrones de la muerte empeñados en
chuparte la sangre y te obligan a elegir entre dejarte picar o pasarte toda la
noche en vela, con la luz encendida, y dando infructuosos zapatazos contra las
paredes entre insultos y maldiciones, como si estuvieras loca. Familias de
cucarachas procedentes de los desagües que se meten en tus maletas, arañas
enormes cuya presencia en una esquinita de la bañera te arruina el placer de la
ducha, escarabajos… qué sé yo. Lo más espeluznante y gordo con que me he dado
de bruces por los hoteles de este mundo fue una especie de langosta de campo de
unos diez o doce centímetros, marrón, suave al tacto y absolutamente repulsiva,
que, no me pregunten cómo, me aterrizó en la mano mientras cogía mi chaqueta
del armario en la habitación de un hotel de El Cairo. Mis gritos aún deben de
resonar entre las paredes de esa habitación, para desesperación insomne de
turistas sensibles.
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