miércoles, 30 de octubre de 2013

LA ETERNA POLÉMICA


Cada verano sucede lo mismo. Cuando las playas españolas se llenan de honestos ciudadanos que pretenden tumbarse a la bartola tras un año de duro trabajo, la vieja trifulca entre los partidarios del nudismo y los amantes del traje de baño estalla de nuevo. Los nudistas defienden su derecho a tomar el sol y bañarse en pelotas sin que nadie los insulte y sin tener que aguantar la presencia de molestos mirones. En cambio, los que prefieren seguir dando beneficios a la industria textil a menudo se sienten agredidos por un colectivo que juzgan indecente y antihigiénico y a quien tal vez en el fondo envidian porque consiguen un estupendo bronceado integral, sin las antiestéticas marcas del bañador. Y aunque las autoridades competentes han autorizado a practicar el nudismo en algunas playas, tanto los nudistas como los que no se quitarían el bañador ni para hacerle un torniquete a su madre tienen tendencia a salirse de sus respectivas zonas.
         La culpa, como siempre, la tienen Adán y Eva. Si al ser expulsados del paraíso no hubieran tenido la desafortunada ocurrencia de taparse con la famosa hoja de parra a la que sin duda podemos considerar la antepasada lejana del prêt-à-porter y la alta costura, ahora todos iríamos tal y como vinimos al mundo. De ser así, sería imposible deducir la clase social de alguien por su indumentaria. Tampoco las modelos acomplejarían al resto de las mortales como sucede cuando las vemos desfilar con vestidos de ensueño. En cuanto a los demás, ahorraríamos todo lo que nos gastamos en vestuario y por fin podríamos cumplir nuestro sueño de contratar un plan de jubilación. Pero lo más importante de todo es que por fin en las playas españolas reinaría la paz social.
         Para acabar de aderezar la polémica nuestra de cada año, el ayuntamiento de Barcelona decidió hace poco tomar cartas en el asunto. De ahora en adelante, si de pronto un individuo decide salir a la calle con el mismo modelito con que Adán correteaba alegremente por el jardín del Edén antes de comer la famosa manzana, o si de pronto a alguien se le ocurre bajarse los pantalones y enseñarle al mundo el trasero en señal de protesta, no sólo la policía no podrá detenerlo, sino que, si algún otro ciudadano lo maltratase, el nudista tendría tanto derecho como una novia vestida de blanco a que las fuerzas del orden lo protegieran.
         La verdad es que si, en ciertas circunstancias, ir desnudo representa un sueño dorado de libertad y placer, como cuando uno se zambulle en el mar a medianoche bajo la luz de las estrellas en una playa apartada, en otros momentos es una de las cosas más horrorosas que podrían sucederle a uno. ¿Quién no ha tenido alguna vez una de esas espantosas pesadillas en las que, de pronto, se halla terriblemente angustiado, pues por algún motivo  ajeno a su voluntad está desnudo en algún espacio público en medio de una muchedumbre de personas vestidas?
         Lo que está claro es que la persona vestida y la desnuda representan dos conceptos antagónicos que se hallan en la base misma de nuestra cultura. Si para los griegos el desnudo era hermoso y a través de él los artistas alcanzaban un ideal estético, el cristianismo tiende a ocultar y castigar el cuerpo, al que considera un mero envoltorio, bastante pecaminoso, del alma inmortal. De ahí que no sólo el desnudo no vuelva a utilizarse en arte hasta muchos años después, sino que incluso la higiénica costumbre de bañarse de romanos y árabes se pierda durante muchos siglos. Del mismo modo, el civilizado siglo de las luces, que preconiza un mundo organizado por la Razón y la Ciencia y regido por el pacto social y los derechos humanos, es también paradójicamente el que alumbra el mito del buen salvaje y del regreso a un hombre natural, antepasado del ecologista de hoy cuyo sueño es librarse de los efectos perversos  de la civilización y el progreso.
         A ese retrato contradictorio nos parecemos nosotros: gentes capaces de castigarse el cuerpo con dietas alimenticias para acercarse a un ideal estético. Gentes capaces de practicar el nudismo en una playa mientras hablan del modelito de fibra sintética que acaban de comprarse.

martes, 29 de octubre de 2013

CÓMO SOBREVIVIR AL CHOQUE CULTURAL GERMANO ESPAÑOL


        Cuentan que dos españoles que viajaban por China dejaron su perro al cuidado de los dueños de un hotel y se fueron, tan felices y contentos, a visitar el lugar después de indicar por señas a los hoteleros que dieran de comer al animal. Cuál no sería la sorpresa que se llevaron los españoles cuando, a la hora de la cena sus anfitriones chinos les sirvieron a su amado perro en salsa agridulce. Huelga decir que los chinos no tenían mala intención, sino que malinterpretaron el gesto con el que los españoles les pidieron que alimentaran al chucho, pues en ciertas regiones chinas el perro se considera un alimento de lujo. Y es que el choque cultural puede traer a veces fatídicas consecuencias para el forastero.    
Si es usted un ciudadano alemán que sueña con instalarse en España por una temporada, quizá atraído por las indiscutibles delicias de su clima, hay algunas cosas que debería saber. Puede que las diferencias culturales entre los ciudadanos de los países occidentales ricos se hayan reducido mucho en los últimos tiempos y que, a primera vista, todos parezcamos cortados por el mismo patrón industrial, pero, por fortuna, nuestra progresiva pérdida de identidad no es aún completa y a menudo se producen malentendidos que si bien no suelen desembocar en tragedias como la del perro en salsa agridulce, sí pueden provocar situaciones tragicómicas y surrealistas.
Deben ustedes saber, por ejemplo, que la puntualidad no se cuenta entre las múltiples especialidades del ciudadano español. Una alemana que lleva veinticuatro años en Cataluña sostiene que, al principio, cuando ignoraba que la impuntualidad es un deporte en el que España ganaría todas las medallas, se pasaba la vida esperando a gente que a veces tardaba horas en llegar. Lo malo es que, mientras esperaba, siempre imaginaba que tenía que haber ocurrido alguna horrible catástrofe: un accidente de coche, una rueda pinchada, una muerte repentina. Y, obviamente, la pobre lo pasaba fatal. Cuando la persona en cuestión aparecía por fin, sonriente, con aspecto de haber corrido mucho para llegar a la cita y balbuceando excusas de lo más peregrinas, la alemana no podía por menos de quedarse boquiabierta, con todas sus células alemanas produciendo a toda velocidad un ataque de furia alemán. Para evitar estos furores, es preciso tomar un par de precauciones elementales. La primera de ellas consiste en no acudir jamás a las citas sin un buen libro, cuanto más largo mejor, un periódico o una revista. La segunda, poner un límite al tiempo que uno está dispuesto a esperar y anunciarlo a los amigos que, de ese modo, seguirán llegando tarde, pero, por ejemplo, sólo media hora.
Otro punto de fricción es el volumen de la voz. Como buenos meridionales, los españoles tienden a proyectar generosamente la voz al hablar, y así medio mundo se entera de sus conversaciones. Si a un español le parece que los alemanes se expresan entre susurros, los alemanes no pueden por menos de pensar que los españoles se pasan el día chillando y que el ruido que se produce en los bares y restaurantes de por aquí raya a veces en lo insoportable. De modo que si el ciudadano alemán que viene a vivir a España desea evitar que le hagan repetir cien veces seguidas cada frase (porque todo el mundo está un poco sordo), tendrá que adaptarse y aprender a hablar un poco más alto o quedarse callado. Y otra cosa: si todo el mundo lo interrumpe continuamente cuando habla, no debe usted deprimirse pensando que la gente lo encuentra aburrido y poco ingenioso. Tampoco debe pensar que los españoles son unos maleducados y unos groseros. Pero la realidad es ésa: España es una nación de alegres interruptores de frases que se ponen a hablar aunque alguien esté contando algo. En ocasiones incluso te dan manotazos para que te calles y los escuches a ellos. Habrá quien diga que semejante comportamiento tiene una base lingüística, pues así como en alemán el verbo no aparece hasta el final de la frase (con lo que la mayor carga informativa de cualquier mensaje se sitúa al final), en español el verbo viene casi siempre al principio de la frase. De ahí que los españoles logren entenderse a pesar de tantas interrupciones, pues una vez que conocen el verbo, no es difícil hacerse una idea cabal de lo que vendrá a continuación.
Hablando de hábitos lingüísticos, uno de los más desconcertantes para un alemán es el empleo que hacen los españoles de las palabrotas, también llamadas tacos. Lo cierto es que el taco no tiene el mismo valor semántico en Alemania que en España. Si en Alemania llamar mentiroso a alguien ya es un insulto intolerable, en España la gente se insulta de forma habitual y luego todos siguen siendo tan amigos, pues, según el contexto, el insulto puede ser una simple muletilla. De modo que si está usted en un bar junto a un grupo de amigos y de pronto oye que uno le dice a otro: “Pero qué hijo de puta eres” o “menudo cabronazo estás hecho”, no se preocupe: en ese contexto el insulto no sólo no es una señal de que esas dos personas van a enzarzarse en una violenta pelea, sino que probablemente se trata de una expresión de cariño entre dos amigos que se adoran y son incapaces de hacerse daño el uno al otro. Así, por ejemplo, la misma ciudadana alemana que se quejaba de la impuntualidad de los españoles cuenta que al principio de llegar a España vivió en un pueblecito de los Pirineos, en Cataluña, donde los hombres decían continuamente me cago en Déu (expresión catalana que significa me cago en Dios), tanto en situaciones de malestar como de alegría. Un día en que la alemana hacía de pastora y las vacas se le escaparon hacia la ermita, de repente salió el cura y le preguntó “Què fas aquí? (qué haces aquí), a lo que ella, que imitaba la forma de hablar de los lugareños sin saber lo que significaba, contestó: “Me cago en Déu, que se m’escapen” (me cago en Dios, que se me escapan), lo que dejó petrificado de horror al sacerdote no sólo por la blasfemia, sino porque aunque renegar y decir tacos era una costumbre frecuente entre los hombres, las mujeres no la practicaban jamás.
Es cierto que, en los últimos veinte años, España ha dejado de ser un país pobre, atrasado y pintoresco, donde, para desesperación de los alemanes, todo se hacía a última hora y de forma más o menos improvisada y delirante. Sin embargo, los alemanes todavía se llevan algunas sorpresas desagradables. Cuando se alquila un piso conviene saber que, con raras excepciones, el propietario no se ocupa demasiado de su cuidado y que, si el piso es antiguo, a menudo los cables de la luz cuelgan por todas partes. Tampoco es muy probable que el piso tenga calefacción, de modo que, acostumbrados a las casas perfectamente equipadas contra el frío, algunos alemanes tienen que venir a España para descubrir lo que es pasar frío de verdad. Eso por no mencionar el hecho de que si en el piso se rompe una tubería de principios del siglo pasado, en lugar de cambiar toda la instalación para prevenir problemas futuros, lo más probable es que el dueño sólo mande cambiar el trocito de tubería roto.
Que no se deje desanimar el lector por esta nutrida lista de posibles conflictos. Los españoles, sobre todo los del sur, siguen siendo alegres y vitales, como reza el tópico. Su alegría queda reflejada en la forma de consumir bebidas alcohólicas. A diferencia de los alemanes, que tienden a beber de forma más puntual y compulsiva, los españoles beben a todas horas. Puede que no se emborrachen, pero beben sin prisas y sin pausas; horas antes de las comidas, los bares ya están llenos de gente que toma el aperitivo. Y, por la mañana temprano, los camareros no paran de servir los famosos carajillos.
Por último, que los lectores acepten un último consejo: si vienen a España, nunca tomen el sol sin antes haberse untado con un buen protector solar. De lo contrario, seguirán inspirando miraditas burlonas y chistes muy españoles sobre los alemanes que se ponen rojos como una gamba.

lunes, 28 de octubre de 2013

EL COCHE FANTÁSTICO


A veces los sueños más locos y quiméricos de la humanidad dejan de ser insensatas fantasías para hacerse realidad. En tales momentos, incluso al ser humano más frío, escéptico y poco impresionable le cuesta dominar la emoción salvaje que se apodera de él y la sensación de que a veces la realidad produce mejores cuentos fantásticos que la literatura.
         Así me sentía yo hace unos días, con mi tendencia al escepticismo irónico temporalmente neutralizada, cuando me enteré de que un grupo de científicos que, contra todo pronóstico no eran estadounidenses, ni japoneses, ni rusos ni alemanes, sino españoles, han inventado un piloto automático que en breve permitirá que los coches circulen solos. Ya sé que cuesta creerlo, pero así es. En el futuro, quienes equipen su coche con el piloto automático podrán dejar en sus manos el control del vehículo para echar una cabezadita cuando el sueño apriete o para dar el biberón al bebé o porque sencillamente están hartos ya de conducir. ¿Qué hay un embotellamiento en la autopista y uno se está poniendo histérico de tanto arrancar para frenar un metro y medio después? Pues basta con activar el piloto automático y ya puede uno ponerse a leer o a escribir el primer tomo de sus memorias, confortablemente tumbado a la bartola en el asiento de atrás, pues el piloto automático detecta la presencia de los otros vehículos y frena o se pone en marcha sin necesidad de intervención humana.
Por si librarnos del incordio de conducir en los odiados embotellamientos fuera poco, este invento, que no vacilaré en calificar de auténticamente genial y de importantísimo paso adelante del género humano, puede acabar también con el fastidio de no poder bebernos unas copitas cuando vamos de fiesta y tenemos que regresar en auto. Puesto que con el piloto automático el coche será capaz de hacer él solito toda clase de maniobras, incluso de adelantamiento, nos bastará con programar la ruta deseada para volver a casa sanos y salvos aunque nos hayamos acabado todas las existencias alcohólicas de la fiesta. Encima, el coche no cometerá infracciones, pues está programado para respetar todas las señales, límites de velocidad incluidos, y no cometer jamás adelantamientos indebidos, lo que lo convierte en un medio de transporte absolutamente seguro. Y, para más INRI, tampoco se equivocará de camino como me sucede a mí continuamente, que acabo siempre en los lugares más inesperados e inconvenientes.
Lo que la noticia no especificaba es cómo diablos se las ingeniará el coche autopilotado para despertarnos cuando lleguemos a casa beatíficamente dormidos y roncando como benditos, o cuando sea necesario pararse a poner gasolina. ¿Acaso incluirá un dispositivo que nos despierte poniendo nuestra música favorita o hará vibrar los asientos para zarandearnos amorosamente, cual si de una amantísima madre se tratara?
Confieso que mientras contemplaba el prototipo avanzar con admirable autosuficiencia por una carretera, pararse en un Stop y girar a la izquierda, no pude por menos de sospechar si la humanidad, después de todo, no será un colectivo con más aciertos que fracasos y si no habría que borrar la palabra “imposible” de nuestros diccionarios.
Quizá algún lector recalcitrante esté pensando que lo más probable es que el invento sea carísimo y  que, como tantas veces sucede, sólo unos pocos puedan costeárselo. Pero no: el piloto automático costará sólo unos 3.000 euros. Puede que, aún así, el invento siga sonándoles a ciencia ficción y opinen ustedes que no se impondrá. Permítanme entonces recordarles que, quince años atrás, si alguien les hubiera dicho que hoy en día hablarían por teléfonos móviles y dependerían tanto de un ordenador que, cuando se estropea, ya no saben ni escribir a mano, lo más probable es que ustedes no hubieran prestado el menor crédito a tales profecías.
Así que ya saben: quizá dentro de veinte años, cuando el piloto automático se les estropee, de tan acostumbrados como estarán a él, ¿quién sabe si no preferirán ustedes dejar el coche en casa y coger el metro o el autobús?

domingo, 27 de octubre de 2013

HOTELES


       Decía Bertold Brecht que quien vive en hoteles concibe su vida como una novela. Y antes, en efecto, la gente rica, bohemia y más o menos excéntrica a menudo prefería vivir en hoteles que comprarse mansiones. Dalí y Gala, que pasaban parte del año en París y Nueva York, jamás tuvieron casa allí porque preferían vivir en hoteles. También Oscar Wilde y Coco Chanel vivían en hoteles de forma permanente. Pero aunque hoy en día parece que las casas privadas les han ganado la partida a los hoteles como residencia principal, el turismo hace que millones de personas se alojen en hoteles cuando viajan.
         Es cierto que hay enormes complejos hoteleros, alojamientos masivos para convenciones y grupos organizados, que no sólo no parecen tener la menor poesía, sino que para muchos representan un criminal atentado contra el espíritu novelesco y la poesía. Sin embargo, incluso esos hoteles impersonales y funcionales son, si uno se detiene a pensar en ello, espacios muy sugerentes desde un punto de vista literario, como lo comprobará cualquier persona que vaya a ver Lost in translation, de Sofía Coppola, donde las habitaciones de un gran hotel, lujoso pero impersonal, son el escenario donde se mueven personajes solitarios y deprimidos, cuyas vidas están encalladas y que apenas salen de sus dormitorios.
         Confieso que una de las cosas que más me gusta cuando viajo es no saber dónde voy a dormir la siguiente noche. Me gusta esa sensación de abandonar una habitación donde he vivido apenas unas horas, o unos días tal vez, para encaminarme a otra habitación desconocida donde volveré sin duda a preguntarme qué sueños tuvieron y quiénes eran los que durmieron en esa cama antes que yo. Quizá los próximos ocupantes de la habitación que abandono sean dos amantes que, en su pasión febril, dejarán la cama y el resto de los muebles hechos añicos, para desesperación del dueño, que a partir de ese momento ya no dejará de mirar con malos ojos a las parejas enamoradas y tal vez las obligue a pagar un suplemento por peligrosidad social…
         No negaré que, como le sucede a todo hijo de vecino, mis hoteles favoritos son los románticos, lugares pequeños y casi secretos, con encanto. Tampoco negaré que, como a todo hijo de vecino, la búsqueda de estos lugares me ha deparado unos cuantos batacazos históricos y que he pasado alguna noche digna de figurar en una antología del horror. ¿Quién no ha reservado alguna vez en su vida una habitación en un hotel que, en la guía, se vende como un castillito encantador, pero a la hora de la verdad resulta ser un caserón destartalado, lúgubre y húmedo, con empleados extraños y taciturnos que parecen salidos de una película de terror, habitaciones inmensas, inquietantes e iluminadas con una luz mortecina que apenas si permite leer un libro en la cama e instalaciones totalmente obsoletas? ¿Quién no se ha pasado toda la noche sin poder pegar ojo por culpa de ruidos que en la oscuridad parecen los terroríficos gemidos de un monstruo agonizante y que, por la mañana, uno no tarda en descubrir, entre avergonzado y furioso, que procedían de la cisterna del retrete o de las tuberías del baño? ¿Quién no ha soñado con un hotelito romántico para una noche de amor sólo para descubrir, en el momento más inoportuno, que la cama chirría y gime como un alma en pena, lo que definitivamente aborta toda posibilidad de romanticismo?
         Pero lo peor de todo, la experiencia más terrible y desastrosa, es cuando, creyendo ir a un hotel, en realidad desembarcas en un zoológico clandestino y lleno de bestias feroces que, naturalmente, te atacan. Mosquitos gigantescos que zumban toda la noche como escuadrones de la muerte empeñados en chuparte la sangre y te obligan a elegir entre dejarte picar o pasarte toda la noche en vela, con la luz encendida, y dando infructuosos zapatazos contra las paredes entre insultos y maldiciones, como si estuvieras loca. Familias de cucarachas procedentes de los desagües que se meten en tus maletas, arañas enormes cuya presencia en una esquinita de la bañera te arruina el placer de la ducha, escarabajos… qué sé yo. Lo más espeluznante y gordo con que me he dado de bruces por los hoteles de este mundo fue una especie de langosta de campo de unos diez o doce centímetros, marrón, suave al tacto y absolutamente repulsiva, que, no me pregunten cómo, me aterrizó en la mano mientras cogía mi chaqueta del armario en la habitación de un hotel de El Cairo. Mis gritos aún deben de resonar entre las paredes de esa habitación, para desesperación insomne de turistas sensibles.

viernes, 25 de octubre de 2013

MANÍAS


El otro día me contaron de un escritor argentino, residente en Barcelona, que cuando escribe un artículo periodístico se sienta siempre a un lado de su mesa de trabajo, mientras que cuando va a escribir literatura se levanta, coge la silla y se pone del lado contrario. Pese a que quien me contaba la historia la tenía por el colmo de la rareza y la extravagancia, confieso que no me sorprendió demasiado, pues yo misma tengo una libreta donde en un lado escribo mis artículos y mis conferencias y en el otro, poniendo la libreta del revés, los trabajos estrictamente literarios. Si alguien me preguntara por qué lo hago así, no sabría muy bien qué contestarle, salvo que la idea de mezclar esos dos conceptos me repugna hasta extremos inauditos, como si el periodismo y la literatura pudieran contaminarse de alguna manera fatídica si llegaran a convivir en las mismas páginas de mi libreta.
         Pero aunque los escritores tenemos fama de cultivar manías a cual más extravagante y de no poder escribir si no es con instrumentos de tales o cuales características o si no realizamos algunos pequeños rituales (yo a veces tengo que retocarme el moño o peinarme, pues así me parece que escribo mejor y tengo la cabeza más despejada), sospecho que no hay ser humano a quien no podamos imputarle alguna de esas extrañas manías que desafían la razón. Fidel Castro, por ejemplo, es peripatético, lo que significa que piensa mejor cuando está en movimiento que cuando está inmóvil. De ahí que en sus reuniones con jefes de estado, tenga la manía de hablar paseándose continuamente de arriba abajo, midiendo con sus pasos la habitación en la que esté. Lo bueno del caso es que en una ocasión se encontró con otro jefe de estado (cuya identidad lamentablemente he olvidado) que también era peripatético, de modo que los dos prohombres se pasaron un par de horas recorriendo una habitación y cruzándose continuamente para desesperación, mareo y recochineo de los intérpretes encargados de traducir sus palabras.
         Ignoro si la manía de Castro tiene o no una base científica. En cualquier caso, la mayor parte de las manías tienen una vertiente mágica y supersticiosa aunque sólo sea porque están vinculadas a la creencia, puramente irracional, de que haciendo las cosas según determinado ritual, la fortuna nos sonreirá y todo nos saldrá mejor. Tengo una amiga, por ejemplo, a quien le encanta la música, pero no soporta cocinar escuchando música, porque sostiene que el espíritu de la música desnaturaliza la comida. Dice mi amiga que si uno hace una paella escuchando a Wagner, por ejemplo, es matemáticamente imposible que la paella salga buena porque la solemnidad de Wagner arruina el arroz. Pero cuando le sugiero que ponga alguna música valenciana cuando quiera hacer arroz, mi amiga también arruga la nariz.
         Sea como fuere, la enorme variedad de las manías documentadas demuestra una vez más que, en materia de seres humanos, la diversidad se impone. Si algunos son unos maníacos del orden y necesitan que los lomos de los libros de su biblioteca formen una línea absolutamente recta, otros  se sienten desasosegados por la línea recta y necesitan que los lomos estén puestos a diferentes alturas, para quebrar toda posible simetría. Eso sin mencionar a los que se sienten profundamente perturbados al ver un cuadro torcido y no descansan hasta que lo enderezan. O a los que, cuando pasean con alguien por la calle siempre necesitan llevar a la persona a su derecha o a su izquierda. O a los que en los restaurantes necesitan sentarse con la espalda contra la pared y uno se siente obligado a cederles el sitio, aunque después de escucharlos decir que tienen miedo de que alguien los acuchille a traición si se colocan con la espalda al aire sea uno mismo quien se pasa toda la velada casi sin probar bocado del pánico espantoso de que venga  alguien y le ataque por la espalda.
         Luego está la curiosa tipología de los que tienen que vestirse con tal o cual prenda, o de tal o cual color, para asistir a una cita amorosa o para darse suerte cuando van a una entrevista de trabajo. O los que se sienten protegidos por alguna clase de talismán, ya sea una joya o cualquier otro objeto cuya desaparición los arroja. Aunque, como dice una amiga mía, en el mundo sólo haya realmente dos tipos de personas: los que en un avión se ponen del lado del pasillo y los que matarían por conseguir un asiento junto a una ventanilla.