lunes, 30 de diciembre de 2013

LA VIDA DE LAS PALABRAS

Las palabras son como los actores. De repente, una palabra que llevaba mucho tiempo haciendo su trabajo sin que nadie se fijara demasiado en ella deja de ser una trabajadora anónima de la lengua para convertirse en la gran sensación de la temporada y en la estrella absoluta de todas las conversaciones. Del mismo modo que en el momento de su máxima gloria y esplendor, todos querían contratar a Greta Garbo o a Marilyn Monroe y ellas apenas si daban abasto para tantas película como les proponían, cuando una palabra se pone de moda, todo el mundo la invita a todas las fiestas y le da un lugar principal no sólo en las conversaciones privadas, sino también en los periódicos, las radios y las televisiones.
Eso es lo que ha ocurrido recientemente en España con la palabra talante, que antes era una palabra bastante modesta. Como no se la usaba muy a menudo, llevaba una vida más bien discreta y retirada, lejos de los esplendores del poder y de los disparos de los fotógrafos. Sin embargo, el actual presidente del gobierno no sólo la ha puesto de moda, al pretender resumir con ella el espíritu de su mandato, sino que incluso ha alterado sustancialmente su significado, pues si según el diccionario talante quiere decir disposición del ánimo, sin especificar si esa disposición es buena o mala, ahora todo el mundo usa esta palabra como sinónimo de buena disposición, es decir, de buen rollo y de apertura al diálogo relajado y sonriente.
Por eso en la actualidad la palabra talante lleva una vida muy agitada y, como nadie se cansa de pronunciarla, va siempre ajetreada de aquí para allá, saltando de boca en boca sin cesar. Tanto es así que si se hiciera una lista de las veinte palabras más pronunciadas en la España de esta época, no hay duda de que talante estaría en los primeros puestos. Tan ocupada está la pobre palabreja que en realidad ya empieza a mostrar los primeros síntomas de cansancio. El otro día me la encontré por casualidad y, cuando se quitó las gafas de sol que son el signo distintivo de las estrellas, descubrí que aunque todavía se la ve eufórica y rutilante, tiene los ojos rodeados por unas profundas y oscurísimas ojeras y su piel, que ha perdido elasticidad, luce cansada y sin brillo, con minúsculas arruguitas que empiezan a insinuarse aquí y allá. Le dije que por qué no cogía unas vacaciones para descansar un poco de tanta agitación, pero ella contestó que tenía la agenda llenísima de compromisos y apenas le quedaba tiempo para dormir ni, mucho menos, para tomarse un par de días libres. La verdad es que no pude evitar que me diera cierta pena pues intuí que, al igual que les sucede a las estrellas de cine, tarde o temprano la gente empezará a cansarse de ella y a considerar que es una palabra gastada. Entonces otra estrella vendrá a robarle su puesto y será el comienzo de un largo declive. Cuando eso suceda, la palabra talante empezará a caer en desuso, y los que antes la pronunciaban varias veces al día la olvidarán en un rincón polvoriento de sus cerebros, como se olvida uno de un abrigo viejo o de cualquier otra prenda que, sin embargo, en algún momento lo acompañó a uno a todas partes y que, de hecho, parecía una pieza insustituible de nuestro vestuario.

Pero no nos pongamos melancólicos. Aunque es cierto que después de la moda vienen la decadencia y el olvido, también es cierto que las modas están sujetas a ciclos, y que todo acaba regresando más pronto o más tarde. Me apuesto lo que quieran a que la palabra talante desaparecerá del mapa durante un tiempo, por pura saturación, pero luego, quizá dentro de veinte o treinta años, alguien, ya sea un político, un periodista, un literato o una folklórica, la rescatarán del baúl de los recuerdos y volverán a regalársela a las generaciones venideras, para las cuales, en lugar de ser una palabra gastada, renacerá como una palabra nueva, expresiva, llena de sabor y rabiosamente moderna.

marzo de 2005

viernes, 27 de diciembre de 2013

LA VIDA DE LAS PALABRAS


Las palabras son como los actores. De repente, una palabra que llevaba mucho tiempo haciendo su trabajo sin que nadie se fijara demasiado en ella deja de ser una trabajadora anónima de la lengua para convertirse en la gran sensación de la temporada y en la estrella absoluta de todas las conversaciones. Del mismo modo que en el momento de su máxima gloria y esplendor, todos querían contratar a Greta Garbo o a Marilyn Monroe y ellas apenas si daban abasto para tantas película como les proponían, cuando una palabra se pone de moda, todo el mundo la invita a todas las fiestas y le da un lugar principal no sólo en las conversaciones privadas, sino también en los periódicos, las radios y las televisiones.
Eso es lo que ha ocurrido recientemente en España con la palabra talante, que antes era una palabra bastante modesta. Como no se la usaba muy a menudo, llevaba una vida más bien discreta y retirada, lejos de los esplendores del poder y de los disparos de los fotógrafos. Sin embargo, el actual presidente del gobierno no sólo la ha puesto de moda, al pretender resumir con ella el espíritu de su mandato, sino que incluso ha alterado sustancialmente su significado, pues si según el diccionario talante quiere decir disposición del ánimo, sin especificar si esa disposición es buena o mala, ahora todo el mundo usa esta palabra como sinónimo de buena disposición, es decir, de buen rollo y de apertura al diálogo relajado y sonriente.
Por eso en la actualidad la palabra talante lleva una vida muy agitada y, como nadie se cansa de pronunciarla, va siempre ajetreada de aquí para allá, saltando de boca en boca sin cesar. Tanto es así que si se hiciera una lista de las veinte palabras más pronunciadas en la España de esta época, no hay duda de que talante estaría en los primeros puestos. Tan ocupada está la pobre palabreja que en realidad ya empieza a mostrar los primeros síntomas de cansancio. El otro día me la encontré por casualidad y, cuando se quitó las gafas de sol que son el signo distintivo de las estrellas, descubrí que aunque todavía se la ve eufórica y rutilante, tiene los ojos rodeados por unas profundas y oscurísimas ojeras y su piel, que ha perdido elasticidad, luce cansada y sin brillo, con minúsculas arruguitas que empiezan a insinuarse aquí y allá. Le dije que por qué no cogía unas vacaciones para descansar un poco de tanta agitación, pero ella contestó que tenía la agenda llenísima de compromisos y apenas le quedaba tiempo para dormir ni, mucho menos, para tomarse un par de días libres. La verdad es que no pude evitar que me diera cierta pena pues intuí que, al igual que les sucede a las estrellas de cine, tarde o temprano la gente empezará a cansarse de ella y a considerar que es una palabra gastada. Entonces otra estrella vendrá a robarle su puesto y será el comienzo de un largo declive. Cuando eso suceda, la palabra talante empezará a caer en desuso, y los que antes la pronunciaban varias veces al día la olvidarán en un rincón polvoriento de sus cerebros, como se olvida uno de un abrigo viejo o de cualquier otra prenda que, sin embargo, en algún momento lo acompañó a uno a todas partes y que, de hecho, parecía una pieza insustituible de nuestro vestuario.
Pero no nos pongamos melancólicos. Aunque es cierto que después de la moda vienen la decadencia y el olvido, también es cierto que las modas están sujetas a ciclos, y que todo acaba regresando más pronto o más tarde. Me apuesto lo que quieran a que la palabra talante desaparecerá del mapa durante un tiempo, por pura saturación, pero luego, quizá dentro de veinte o treinta años, alguien, ya sea un político, un periodista, un literato o una folklórica, la rescatarán del baúl de los recuerdos y volverán a regalársela a las generaciones venideras, para las cuales, en lugar de ser una palabra gastada, renacerá como una palabra nueva, expresiva, llena de sabor y rabiosamente moderna.

Marzo 2005

martes, 24 de diciembre de 2013

LA IRONÍA


Sabemos de buena tinta que la vida va en serio. Sin embargo, parece empeñada en demostrar que es un espíritu travieso y burlón y que le encantan las bromas pesadas. De ahí que se complazca en bombardearnos regularmente con esa fina munición que es la ironía.
A diferencia de lo que sucede con la risa o con el llanto, que son más bien latinos, temperamentales y explosivos y pueden dejarte tan despeinado como si acabaras de sobrevivir a un terrible huracán, la ironía tiene los modales de esos caballeros británicos que en medio del peor de los desastres apenas si levantan una ceja y, por supuesto, jamás se despeinan ni pierden la compostura. La ironía es una bomba silenciosa que nos explota en el cerebro con insidiosa sutileza y deja tan solo en nuestro rostro una sonrisa leve y ambigua como la de la Mona Lisa. De hecho, siempre he sospechado que para provocar esa peculiar sonrisa en la Gioconda, Leonardo debió de contarle alguna de las múltiples y estremecedoras ironías que sin cesar nos regala la cruda realidad.
Entre todas las ironías producidas por la realidad una de las que más me ha impresionado es la historia de la mujer que un día, por desgracia, tuvo muy buena suerte. Ya sé que la frase anterior contiene una extraña paradoja, pero enseguida me explicaré. Resulta que la pobre mujer había ido al bingo y, justo cuando la suerte le sonrió y puso en sus manos un cartón premiado, estaba  comiendo un nutritivo bocadillo de lomo caliente. De modo que en el preciso instante en que, pletórica de alegría y excitación, la mujer gritó «¡Bingo!», tuvo la mala suerte de atragantarse con el pedazo de bocadillo que tenía en la boca y poco después moría asfixiada sin que nadie pudiera hacer nada por salvarle la vida. No sé si sus herederos reclamaron el dinero del premio para pagar el entierro, lo que resultaría, no ya irónico, sino directamente sarcástico.
Sea como fuere, Leonardo no pudo contar a la Mona Lisa esta historia ferozmente irónica, por la sencilla razón de que sucedió en España no hará mucho más de diez años. Sin embargo, pudo muy bien contarle algún episodio parecido, sucedido en su propia época, para provocar la que tal vez sea la sonrisa más célebre de todos los tiempos. Al fin y al cabo, por suerte o por desgracia, los ejemplos de ironía feroz no son precisamente lo que nos falta en este mundo. He aquí otra muestra, esta vez imaginaria aunque plausible: pongamos que, después de soñar en ello durante toda la vida, a un hombre le toca la lotería y, loco de felicidad, se va a la agencia de viajes más cercana para hacer realidad otro deseo suyo: visitar una isla paradisíaca. Una vez en la isla, se halla felizmente entregado a un ocio perfecto, tumbado al borde de un mar resplandeciente, bajo un cocotero, en medio de uno de los paisajes más bellos y voluptuosos del mundo, cuando se produce un fuerte terremoto en el fondo del mar y una ola gigante lo arrebata de la tumbona y acaba con su vida.
Las ironías de la vida nos sitúan de forma perturbadora en un terreno fronterizo entre lo horrible y lo cómico, como si éstos fueran dos vecinos tan bien avenidos que comparten el cuarto de baño y quizá también la cocina. En ese territorio fronterizo donde florece la ironía, las cosas pueden ser ellas mismas y también su contrario. Por eso el momento de mayor buena suerte de tu vida puede convertirse, por obra y gracia de la diabólica ironía, en la tragedia más espantosa que te ha sucedido. De hecho, podría decirse que la ironía brota cuando la comedia y la tragedia se dan la mano, estableciendo así una extraña alianza, un pacto de colaboración que da resultados tan divertidos como crueles y funestos. Y es que la auténtica naturaleza de la realidad reside en la tragicómica paradoja, en la fulminante ironía y en el sarcasmo. De ahí que, enfrentados a las numerosas ironías de la vida, a menudo no sepamos si echarnos a reír o romper a llorar y, para salir del paso, nos limitemos a sonreír como la Gioconda mientras producimos profundas reflexiones sobre la fragilidad que nos convierte en juguetes de fuerzas contra las cuales nada podemos.

Diciembre 2004

viernes, 20 de diciembre de 2013

De la A a la Z


¿Quién no ha oído decir alguna vez a algún ciudadano desencantado que todos los políticos son iguales? Yo no sólo he oído decir la frase, sino que también me habré sumado unas cuantas veces a la larguísima lista de los individuos que la han pronunciado, desde el neolítico hasta nuestros días. Es más, si pudiera hacerse una lista de las frases que más veces se han dicho a lo largo de la historia, no me cabe la menor duda de que “todos los políticos son iguales” se encontraría entre las primeras de la lista, probablemente después de “te quiero”, “esto es mío”, “el tiempo pasa volando”, “parece que hoy lloverá” y “no pienso volver a comer con tu madre nunca más”, cada una de ellas en su correspondiente versión en todas las lenguas planetarias.
Sin embargo, según he podido comprobar recientemente, los políticos, por fortuna, no son todos iguales. Los españoles llevábamos ya unos meses viviendo bajo el gobierno de Zapatero y sin ver la cara bigotuda y crispada del anterior presidente cuando, de pronto, hace unos días, Aznar reapareció en la televisión, pues había acudido a prestar declaración ante la comisión que investiga los atentados del pasado 11 de marzo. Para que se hagan una idea cabal de cuáles fueron mis sentimientos al volver a ver a este individuo, diré que fue como ver una película de terror, tal vez El regreso de Drácula, El regreso del abominable hombre de las nieves o, mejor aún, El monstruo ataca de nuevo. No sólo volvió a desplegar ante mis horrorizados ojos la misma arrogancia y la misma belicosidad intolerante de siempre, sino que daba la impresión de haberse cocido en su propia bilis, de ignorar por completo el significado de la palabra autocrítica y de no haber sonreído desde el cretácico superior. Creo que ese día volvió a conseguir que a medio país le sentara fatal la comida.
Después de esta experiencia pavorosa, me juré a mí misma que jamás volvería a decir que los políticos son iguales. Desde luego, los gobiernos de Aznar y Zapatero no podrían ser más diferentes, y no sólo porque el apellido del uno empiece por la primera letra del alfabeto mientras que el del otro empieza por la última, de lo que cabe deducir que los separa todo un diccionario. Por lo pronto, cuando un ministro de Zapatero comete un error (cosa que nos sucede a todos los humanos, excepto a Aznar y a sus muchachos), el ministro en cuestión reconoce públicamente su error y da explicaciones, un hito histórico nunca visto durante las dos legislaturas del anterior presidente, cuya política ante los errores consistía lisa y llanamente en negarlos. Además de negar sus errores con una obstinación que daba ganas de echarse a llorar, se perfeccionaron hasta extremos casi inverosímiles en el arte de insultar a todo aquel que se atreviera a decirles que habían cometido un error, con lo que los ciudadanos estábamos siempre o llorando o cabreadísimos. Encima, salíamos al extranjero absolutamente avergonzados, como ahora les sucede a muchos de los norteamericanos que no votaron a Bush y lamentan amargamente que haya vuelto a ganar. 

Diciembre 2004

viernes, 6 de diciembre de 2013

ABSURDOS DEL MERCADO


No cabe duda de que el ser humano es el animal más absurdo de todos los que nacen, crecen, se multiplican alegremente y mueren en este planeta nuestro. Nosotros nos reímos cuando vemos a un gato dar vueltas sobre sí mismo para morderse la cola, pero lo cierto es que somos maestros en el arte de caminar en círculos, para volver una y otra vez al punto de partida completamente agotados, como el mítico Sísifo, condenado a subir hasta lo alto de una montaña un pedrusco enorme que, una vez arriba, echaba a rodar pendiente abajo, con lo que el pobre tenía que volver a empezar, cargando con la puñetera roca por toda la eternidad. Eso sí, de tanto subir a la montaña, no debía de tener ni un centímetro de grasa, aunque su vida se nos antoje un tanto limitada.
         Por si los niveles de absurdo que producimos nosotros solitos no fueran suficientes, el mercado está ahí, vigilante, siempre dispuesto a ayudarnos a batir el record mundial de la estupidez. Hace ya cierto tiempo, por ejemplo, que los productores de agua embotellada han comercializado unas botellas de plástico pequeñas que llevan incorporada una tetina muy parecida a las que tienen los biberones de los bebés, inspiradas a su vez en los pezones de los que todos hemos chupado con alegre avidez cuando éramos pequeños y aún no teníamos dientes para triturar las chuletas. La primera vez que compré una de esas botellas fue en una gasolinera. Estaba de viaje y preferí comprar el tamaño pequeño, mucho más manejable para quien se halla al volante y necesita echar un trago de agua para refrescarse, aunque lo cierto es que la encontré un poco cara comparada con las grandes y, desde luego, no sabía que llevaba tetina, pues uno no se da cuenta hasta que quita el tapón de rosca a la botella. Cuando, kilómetros después, me di cuenta de que la botella tenía una tetina, pensé que había cogido por error un tipo de botella fabricado única y exclusivamente para los niños pequeños. De todos modos, tenía sed y, por supuesto, me puse a chupar ávidamente de la tetina, lo que hizo que me sintiera inmediatamente ridícula. ¿Qué hacía yo a mi edad, una señora respetable, con sus canas debidamente ocultas tras un luminoso baño de color, chupando de una tetina como si fuera un bebé? Así que decidí separar la botella de mi boca unos centímetros, soltar el chorro en el aire y beber como si la botella de agua fuera un porrón o una de esas botas que en España aún se usan en ciertos lugares para beber el vino. Lamentablemente, nunca he sabido beber de un porrón y, encima, debo de estar entre los treinta individuos más torpes del planeta, de modo que me eché toda el agua por encima.
         Como comprenderán, después de tan mala experiencia, cuando volví a parar en una gasolinera a comprar otro botellín de agua, los examiné todos con atención para no volver a caer en la trampa de la maldita tetina. Para cerciorarme del todo, pregunté a una empleada cuáles eran los botellines que no llevaban tetina. «Todos llevan», me contestó tan tranquila, «ahora los fabrican así». De modo que una vez más me vi a mí misma chupando de aquella tetina, loca de nostalgia por los viejos y buenos tiempos en que beber a morro de una botella era una operación sencilla y agradable.
         Supongo que también ustedes habrán visto y sufrido esa clase de botellas. Supongo asimismo que se preguntarán por qué diablos los fabricantes han decidido, de pronto, hacer botellas con tetina. La respuesta no podría ser más simple ni más descorazonadora. Sin tetina, las botellas son más baratas. Pero si les incorpora una tetina, el fabricante puede arañarnos unos céntimos más. O sea, que no sólo nos arruinan el placer de beber, sino que, encima, nos lo cobran. Y, nosotros, animales condenados al absurdo, pagamos unos centimitos de más para que nos torturen.

martes, 3 de diciembre de 2013

POR PURA CASUALIDAD


No conozco a nadie que sea indiferente a las coincidencias. Tanto da que uno sea un campeón del escepticismo y no crea ni en Dios ni en el destino o que, por el contrario, sienta que las coincidencias son la demostración palpable de que bajo el aparente desorden del mundo hay un orden secreto, una trama coherente donde cada tontería que sucede aquí abajo está escrita de antemano por un equipo de guionistas, todos ellos definitivamente chiflados y adictos a la ironía.
         Descubrir, por ejemplo, que tal persona, con quien acabamos de iniciar una amistad, nació el mismo día que nosotros en la misma clínica y que tal vez su primera caquita y la nuestra fueron a parar al mismo cubo de la basura es un hecho que nos llena de emoción y de asombro. Nos parece un fenómeno extraño, mágico, poético y divertido. Como si esa coincidencia le otorgara a esa relación de amistad un valor añadido y un tanto sobrenatural. Como si ese hecho casual y –admitámoslo- relativamente trivial le diera más sentido a esa amistad recién nacida. Como si fuera una bendición. Como si en el mercado de las amistades, una amistad entre dos individuos que nacieron el mismo día en la misma clínica valiera más que una amistad entre dos individuos que nacieron en dos lugares distintos en días y años diferentes. Como si el auténtico milagro no fuera, precisamente, el surgimiento del sentimiento amistoso entre personas distintas.
         No es por aguarles la fabulosa fiesta de las coincidencias, pero a veces pienso que no deja de ser extraño que las casualidades sigan sorprendiéndonos, con tantas como se producen sin cesar. No crean que no me gustan las casualidades, pero no puedo por menos de percatarme de que no son una cosa rara. En realidad, lo raro es que a lo largo de una semana no se produzcan dos o tres coincidencias de primera calidad. La otra noche, sin ir más lejos, me vi obligada a compartir mesa de la manera más inesperada con una docena de desconocidos. Para romper el hielo, no se me ocurrió otra cosa que decir que, aunque aparentemente en esa reunión nadie se conocía, seguro que entre la mayor parte de nosotros existía alguna clase de vínculo. Para sostener mi conjetura, mencioné la película Seis grados de separación, que ejemplifica la teoría según la cual sólo seis personas nos separan de cualquier otra persona por lejos que viva. Es decir que, si alguien se propone llegar hasta, pongamos por caso, la reina de Inglaterra, a través de un máximo de seis personas comparables a los eslabones de una cadena conseguiríamos entrar en contacto con ella. La gente se rió de mi ocurrencia, pero, en cuanto empecé a hablar con la pareja que tenía más cercana, descubrimos que el marido era un estrecho colaborador de un tío de mi marido. No seguimos buscando coincidencias con los otros comensales, pero de haberlo hecho seguro que habríamos encontrado montones de ellas. Cinco días después, cogí un tren para ir a hacerme una foto que sustituyera la foto, un poco antigua ya, que acompaña cada mes mi artículo en la revista que tienen ustedes en las manos. Para que el fotógrafo viera qué tipo de foto quería yo, antes de salir de casa cogí un número atrasado de la revista y, ya en el tren, me lo puse en el regazo, debajo del libro que iba leyendo. ¿A qué no adivinan qué revista se sacó del bolso la chica que se sentó enfrente de mí? ¡El especial Idioma del mes de septiembre! No podía dar crédito. A lo largo de los casi diez años que llevo colaborando con Ecos jamás me había encontrado con alguien que llevara la revista, lo que, tratándose de una revista alemana, no tiene nada de extraño. Y, desde luego, encontrarme con una lectora justo el día en que no sólo llevaba yo otro ejemplar de la revista, sino que iba a hacerme la foto que en breve aparecería en esa revista me pareció una de las coincidencias más bonitas y poéticas que me han sucedido en la vida. Sentí que entre el mundo y yo, y entre esta revista y yo, había vínculos sutiles y misteriosos. Y en todo el día nada ni nadie consiguió borrar la sonrisa de felicidad que me brotó en los labios.